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jueves, 31 de diciembre de 2020

Viajes sin mascarillas: Panamá

 

Si vives en Nicaragua, que está más o menos a la mitad de Centroamérica, te permite ir al norte hacia Honduras, El Salvador, Guatemala y Belice, o al sur a Costa Rica y Panamá. Todos estos países tienen mar y la mayoría incluso en los dos lados. De todos ellos sólo me falta por conocer El Salvador. He estado en Panamá creo que tres veces, pero me he quedado siempre con la impresión de que me gustaría visitar y conocer más este país. La última vez que estuve fue en abril de 2010.

La capital, Panamá City es una mezcla entre Nueva York y La Habana, con contrastes entre lo sofisticado y popular, con su skyline, orgullo de la ciudad y con casas coloniales decadentes en los barrios antiguos donde no hace falta que a uno le aseguren que por la noche se convierten en peligrosos. Tiene unos 600.000 habitantes en una mezcla de negros, mulatos, indígenas y blancos.

Pero durante el día la ciudad no ofrece problemas o por lo menos no tantos. La gente vive en las calles, es ruidosa y hablan a gritos. Como más popular es el barrio, más abundan las tonalidades de color de la gente.

La ciudad está llena de casas de préstamo y empeños, algo que salta a la vista de forma exagerada y un taxista me decía que Panamá es el país de las oportunidades, si uno necesita dinero, va a una casa de préstamos y se lo dan. No se me ocurrió preguntarle a que interés.


Las mujeres de la etnia guna destacan por el colorido de sus ropas y amuletos y sobre todo por el anillo de oro que llevan en la nariz. En las calles principales, llenas de tiendas y puestos de venta, se vende de todo, desde un sancocho de gallina hasta zapatillas Nike falsas. Hay bastantes mendigos y gente sin techo, la gran mayoría negros, pero que parecen vivir su vida sin meterse con nadie. Los buses urbanos, llamados los diablos rojos, van a todo lo que dan y valen 20 céntimos de euro para ir a cualquier parte de la ciudad, mientras los taxis cobran a partir de 1 euro según la distancia. La gente es amable y con un deje que recuerda al cubano, pero más suave. Aunque te dicen que en los buses roban, nos metimos en alguno, y efectivamente le intentaron robar a una mujer que se lio a gritos con los asaltantes. Fue el último que tomamos.


El 90% de la energía que consume Panamá es producido por centrales hidroeléctricas, en buena parte en las represas del canal de Panamá, el sueño de cualquier país. Aparte de visitar esta obra impresionante, es un recorrido que vale la pena hacer en un tren panorámico a lo largo del canal hasta la ciudad de Colon, de unos 120 km. En la estación de llegada en Colon hay taxis que te esperan para llevarte a la ciudad que está a sólo unos 100 metros cruzando un puente. Te cobran sólo 1 dólar por pasajero, pero en todos los lugares te aseguran que si cruzas el puente a pie te van a atracar seguro, así que, tras un par de intentos de pensarlo para hacernos el machito, cogimos el taxi.

Ir a la región de los indios guna (Guna Yala o islas de San Blas) fue toda una experiencia para mí, adonde fui con María. Artemio vino a buscarnos al hotel de Panamá City con su Toyota Prado automática. Artemio es un guna muy salao, que no paró de hablar en las 2 horas que duró el viaje. Nos contó en una versión más o menos propia la historia de los gunas y sus costumbres, su visión del mundo que es como la de muchos pueblos indígenas, muy egocéntrica, diferenciando a la gente entre los que son indígenas y los que no lo son. Luego Artemio diferenciaba a los no indígenas entre panameños (wuagas) y extranjeros. A pesar de ello, él se ha casado con una panameña, lo cual está permitido si tiene la aprobación del consejo indígena. Con su vehículo se dedica al transporte de viajeros desde Panamá City a Cartí, un pequeño puerto de embarque dentro del territorio indígena, desde donde se sale hacia las islas (hay unas 350). En el muelle de Cartí nos esperaba Orlando, un guna de los antiguos, sólo 3 años mayor que yo, aunque yo lo veía como si pudiera ser mi padre. Orlando se enfadaba cuando contaba sobre los cambios que se daban en la juventud de su etnia que ya no quieren trabajar como antes y que no mantienen las costumbres. Del total de 350 islas que forman el archipiélago de San Blas, unas 50 están habitadas y en el resto sólo viven 1 o 2 familias que cuidan la isla y las mantienen para el turismo. Algunas están completamente deshabitadas. En la isla de Wichubala, donde nos quedábamos, que no tendría ms de 200 m de largo por 50 m de ancho, vivían unas 50 familias, de una forma bastante estrecha y ya se ve que van a seguir teniendo problemas de espacio a poco que crezca la población. Por eso intentan ganarle terreno al mar, poniendo pequeños muros de piedra en el agua y rellenando con arena o bien construyendo casas sobre pilotes.

    Isla Wichubala

La isla vecina a la nuestra tendría unos 200 m2 de terreno de arena y alrededor de 500 m2 habitables construidos sobre el mar. La otra isla, que quedaba a unos 100 m más allá y a la que fui nadando, era la isla de la que Orlando era originario (isla Nualenga). Era más bonita que la nuestra, sobre todo porque había más espacio y algunas familias tenían un pequeño patio con plantas. Las calles también de arena eran más anchas, había árboles y pequeñas plantaciones de bananos y algunas flores. Un árbol que crece bien allá es el noni, del que conocen sus propiedades medicinales.

    Isla Coco solo

Cada día a las 9,30 de la mañana, puntualmente, salíamos de nuestro hotelito construido en bambú y madera, los 12 turistas que estábamos en la isla rumbo a alguna de las islas paradisíacas que estaban como a media hora en lancha (isla Perro, El Diablo, Pelícano, Wuali-dup). A lo lejos se veía la minúscula isla de “Coco Solo” que me robó el corazón.                                                 

A las 4 o 5 de la tarde regresábamos a nuestra isla, paseábamos entre las casas, intentando hacerlo despacio, ya que la isla se acababa enseguida. Lo más curioso era que la población nos ignoraba como si no estuviéramos o fuéramos unos gunas más, sólo los niños nos decían hola desde sus chozas.


La última parte del país la vimos en Bocas de Toro, en el norte, cerca de la frontera con Costa Rica, donde ya había estado unos años antes. Nos fuimos de Panamá City en un bus cómodo a David, una ciudad en las montañas. El aire acondicionado estaba a tope en un viaje que duro 7 horas para hacer 450 km, a 10 Euros por cabeza.

De David pasamos a la población de Almirante, para desde allí en un bote rápido ir saltando sobre un espejo de agua hasta la isla Colón, ya parte de Bocas de Toro. En el mismo embarcadero sólo cambiamos de lado para subirnos a un bote muy estrecho que por un par de dólares nos llevó a la isla de Bastimentos. Allí comprobamos de nuevo que aun cuando uno se haya estudiado la guía de viajes del derecho y del revés, cuando llega a un sitio, el azar hace que recales en un hotelito u otro. Nos quedamos en el Hotel El Jaguar, el primero que vimos al desembarcar y que nos alquiló una habitación doble con baño por 20 US$. De esa isla sobre todo guardo el recuerdo del olor de las flores del Ilang-Ilang al atardecer.


He pasado dos veces a pie el puente de hierro que separa Costa Rica de Panamá, en el lado del Atlántico. La frontera es el rio Sixaloa, caudaloso y que se puede ver pasar raudo a bastante profundidad entre las tablas que faltan del puente. Por aquí pasan enormes trailers que hacen retumbar el puente, mientras esquivas las motos que también van pasando. Pero a pesar de ello, reconozco que me encantan este tipo de pasos de fronteras, que parece retraerte a unas cuantas decenas de años atrás.

Viajar solo tiene la ventaja de que no tienes que consultarle a nadie lo que quieres hacer, tomas tus propias decisiones y planificas las cosas como te parece. Además, estás más abierto a conocer a gente y eso te hace estar más despierto a las sensaciones externas. Pero a Panamá siempre he viajado acompañado de lo que me alegré, entre otras muchas cosas porque ya estoy harto de ver paisajes o lugares bonitos y no tener a nadie al lado con quien compartirlo. Además, es otra forma de socializar lo que quieres hacer, lo que piensas y de cómo te comportas y disminuye el grado de asilvestramiento que uno va adquiriendo.


    Isla Ukuptupu

 


viernes, 4 de diciembre de 2020

Viajes sin mascarilla: Anécdotas de la Nicaragua sandinista



Ir en bus todavía hoy en día en Nicaragua tiene sus desventajas, sobre todo la incomodidad, aunque no hay comparación con los años 80, en que se convertía en pura aventura. En aquella época el parque de vehículos se iba deteriorando a ojos vista, había que ir innovando, como en Cuba, ya que el boicot económico de los yanquis no permitía importar repuestos. Además, como el precio del pasaje era muy barato al estar subvencionado y haber pocos coches, los buses iban repletos y más de una vez me quedé en tierra ya que no quería ser uno más de los que iban colgados de cualquier parte. Que la gente fuera en el techo y colgados de las puertas era habitual, pero si algo me asombraba era ver al cobrador capaz incluso de salir con el bus en marcha por una ventana para irles a cobrar a los de arriba, que el sabía que en cuanto parara el bus, ya nos los vería más.


Un día “le di raid” (coger en autostop) a una pareja y a un niño. Ellos estaban en Estelí e iban para La Concordia, donde teníamos un proyecto de riego por goteo. Son 35 kilómetros de pista bastante mala y se tardaba más de una hora en recorrerla. La pareja era bastante peculiar, él de unos 50 años, vestido de policía nacional, ella de una edad indefinida, vestida de forma sencilla, y el niño, de unos 10 años y con cara de pocos amigos. Desde el momento en que se montaron empezó entre nosotros una cháchara que tampoco suele ser usual en Nicaragua, sobre todo el que empiecen ellos a hablar. Pero este hombre era bien abierto y me empezó a preguntar desde de donde era yo hasta cuanto ganaba un policía en España. La conversación era tan animada que se fue metiendo la mujer, que iba sentada atrás con el niño y que hasta entonces había estado un poco retraída. Yo había intentado ir contestando todas las preguntas, intentando ser ecuánime y explicando siempre lo de que, aunque se gane más en Europa, también las cosas son mucho más caras. Pero a veces hay razonamientos que no son fáciles de transmitir. Yo le decía: vea, aunque usted gane 2.000 dólares al mes, cuando vaya a tomar un café, este le costará unos 2 dólares (en Nicaragua en muchos sitios es hasta gratis o cuesta 0,2 dólar). Y él me contestaba, ah, pues entonces si es tan caro no tomaría café ¡Y se ponía a reír, y miraba a la mujer y les faltaba decir, vaya chele más tonto!


Viendo el giro de la conversación, yo intentaba explicarles otras cosas, como que España estaba muy lejos. Enseguida hacían suyo el tema y me preguntaban si España está al norte de Miami, y cuando yo, ya mucho más seguro de mí mismo, les dije que no, que España estaba al este de Miami, que primero había que ir en avión a Miami y luego coger otro avión hacia el este durante 10 horas para llegar a España, entonces la señora que había estado muy atenta a toda la conversación me dijo: ¿entonces ahí es donde le llaman el tercer mundo?. Abrí varias veces la boca para contestar, pero cualquier argumento se me quedaba corto y finalmente desvié la conversación hacia otros derroteros donde me sintiera más seguro. Por suerte ellos viendo mi incapacidad para contestar adecuadamente a sus preguntas y apreciaciones, también cambiaban de tema, saltando de uno a otro, como por ejemplo cuando ella empezó a preguntarle porque no se iba a España a trabajar de policía si allí se ganaba tan bien y él le explicaba con mucha paciencia que él era policía nacional, o sea que solo podía trabajar en Nicaragua. Para trabajar en España tendría que ser policía internacional ¡¡. Incontestable.

Al cabo de algo más de 1 hora de viaje, cuando nos separamos, sentí haber llegado a nuestro destino.


Un agricultor de Jinotega, en un día de lluvia iba andando con sus botas de hule bien embarradas al poblado. Se encontró con un amigo que lo invitó a unos tragos. Le daba “pena” ir con las botas tan embarradas al bar, pero el amigo le dijo; no te “preocupés”, ponte el pantalón por encima y así no se ve que llevás botas. A la hora, ya “picado” incluso cruzaba la pierna y le “valía verga” que le vieran las botas y el barro pegado.

Corn Island

En realidad, no debería haber ninguna razón para que me guste tanto Corn Island. La primera vez que fui a esta isla del caribe nicaragüense (Google Earth - Latitud12°10'8.88"N, Longitud  83° 2'35.63"O) fue en Semana Santa de 1987 y viajé con Tere, mi pareja de entonces. El viaje en sí fue accidentado, un viaje interminable en bus desde Managua a El Rama, luego el viaje en barco hasta Bluefields por el río Escondido, escoltados por lanchas militares ya que en esa época era una zona de guerra importante como atestiguaban los impactos de bala en el casco del barco. En Bluefields, una ciudad típica caribeña, que nos encantó con sus casas e iglesias de estilo colonial inglés, de madera y las mujeres negras con sus rulos en la cabeza. Viniendo del Pacífico, todo era como mágico. Durante esos días sufrí un fuerte dolor de oído, producto de una infección, que me dejaba postrado en la cama del hospedaje, sudando por el calor asfixiante y húmedo del Caribe, mientras el abanico daba vueltas sin parar. Ahí pasaba más de la mitad del día, hasta que los medicamentos que me tomaba me aliviaban.


Cuando ya me recuperé fuimos al puerto del Bluff, a coger el barco que nos llevaría a Corn Island. La fila para embarcar era enorme de toda la gente que quería pasar la Semana Santa en familia. De pronto, un militar borracho cogió su Aka y sin previo aviso empezó a disparar al aire. Todo el mundo corrió a esconderse incluidos nosotros, hasta que otros militares llegaron y se lo llevaron. Luego la fila se recompuso más o menos. Había tantísima gente que a pesar de que el barco era un carguero grande hubo dificultad para colocar a todos los pasajeros en cubierta. El tiempo no era muy malo, aunque había cierto oleaje que hacía retumbar el barco cada vez que descendía de una ola para acometer la siguiente. A consecuencia de ello se soltó una parte de una especie de chimenea y le cayó encima a uno de nuestros vecinos, a sólo un par de metros de nosotros, abriéndole la cabeza como un melón. En un instante se hizo un ruedo alrededor del herido al que vino enseguida a curar un médico, salido de no sé dónde. Unos días después oímos que había llegado vivo a la isla y se había salvado.


Finalmente, varias horas más tarde de lo previsto y ya de noche llegamos a la bahía de Corn Island, donde no podíamos atracar en el muelle dado el gran calado de nuestro barco. Tuvo que venir otro barco más pequeño de la armada nicaragüense para hacer el trasbordo. El paso del barco grande al pequeño se realizó en un perfecto desorden, con grave riesgo para la vida de todos, incluso de los barcos, dado el cabeceo de ambos, pero finalmente, gracias a Dios como dicen aquí, no pasó nada.

Ya una vez en tierra firme, eran como las 12 de la noche y pensamos que no encontraríamos hotel, así que nos pusimos a buscar un lugar donde dormir en la playa. Cuando por la mañana Tere me despertó, un tipo se alejaba sigilosamente con nuestras 2 mochilas al hombro. Lo quise perseguir después de ponerme las zapatillas, pero ya había desparecido en el swampo (así es como le llaman a los humedales que se convierten en la reservas de agua dulce de la isla) y en una casa donde preguntamos si habían visto a un ladrón con 2 mochilas sólo les faltó reírse de nosotros. Por suerte teníamos nuestro pasaporte y dinero, ya que al dormirnos tuvimos la precaución de guardarlo en unos bolsos pegados al cuerpo, además de la ropa que usamos para dormir. Todo lo demás, ropa, neceser, medicinas, desparecieron. En vista de ellos decidimos a las 9 de la mañana salir en el primer avión hacia Managua, con una enorme frustración que se compensó cuando un par de meses más tarde repetimos el viaje y se convirtió en unas vacaciones estupendas.

Buceando en los arrecifes de Corn Island

 

Una narco lancha varada en Little Corn Island