Tuc-tucs en la calle principal de Guastatoya |
Guastatoya es estadísticamente una
de las ciudades más seguras de Guatemala. Según me decían unos trabajadores que
hicieron unos arreglos en mi casa, como esta ciudad es pequeña y todos se
conocen, cuando la gente se da cuenta de que ha habido algún robo, se ponen al
acecho hasta que agarran al ladrón. Entonces le pegan un tiro y en una
camioneta lo van a tirar a la cuneta de la carretera que va al Atlántico, y si
puede ser, fuera de la jurisdicción del departamento, para que así siga
manteniendo en las estadísticas la fama de tranquilo. Es lo que otro llamaba
“es que aquí la gente está muy unida”. El otro día la tranquilidad se vio
alterada porque mataron a un conductor de tuc-tuc. Al parecer hay bandas que
vienen de la capital (estamos a sólo 73 km) y extorsionan a los conductores de
tuc-tuc (quines normalmente no son los dueños de los vehículos) exigiéndoles el
pago de 200 Quetzales (20 euros) a la semana. Esta cantidad significa que
tienen que llevar a 66 pasajeros para pagar esta cuota de extorsión, lo que
fácil significa más o menos un día de trabajo. Como al parecer hubo problemas
en el pago, mataron a uno de ellos como aviso a los demás. El chofer que murió,
estando herido, pudo arrebatarle la pistola a quien le disparó y mató a una
chica que acompañaba al asaltante. Todo esto soliviantó los ánimos de la
población así como de los conductores de tuc-tuc (yo calculo que debe haber
unos 200 en Guastatoya) quienes al parecer agarraron la semana siguiente a uno
de los supuestos miembros de la banda que venía a cobrar la cuota semanal. Para
suerte de él lo entregaron a la policía mientras un grupo de exaltados fue a
buscarlo para lincharlo. Hubo algunos disturbios y pude ver a la turba cuando
mediante llamadas de celular y mensajes de boca en boca nada contrastados se
comunicaban entre sí que habían agarrado a otro “bandido” en uno de los barrios
y todos, a pie, en moto, tuc-tuc o vehículo se dirigían hacia allí dispuestos a
lincharlo mientras algunos gritaban “lleven gasolina para quemarlo”. En
Alemania un nigeriano que nos daba temas de seguridad antes de venir aquí nos
aleccionaba de que en su país, cuando la turba quiere tomarse la justicia por
su mano, embuten al que agarran en un par de neumáticos de coche y luego le
prenden fuego. Una semana más tarde han vuelto a matar a otro conductor de
tuc-tuc y los ánimos de la gente van a peor.
Mientras tanto el equipo de
fútbol de la ciudad acaba de subir a la Primera división nacional, gracias al
apoyo económico de la municipalidad, lo que le permitió, con el dinero de todos,
fichar a un entrenador uruguayo y a un
par de jugadores latinoamericanos. Mientras, la otra cara de la moneda es que
la ciudad no tiene sistema de drenaje de aguas pluviales por lo que cuando
llueve medianamente fuerte las tuberías de aguas negras se colapsan con las
aguas que le llegan de la lluvia y las aguas retornan a las casas, por lo que
hay que estar atento y colocar un peso encima de la tapa del wáter para no
encontrarse sorpresas.
Y como guinda, una historia que escribí
hace tiempo en Colombia:
Guerrillero
Mi tío Ramón era guerrillero y nunca lo pudieron agarrar. Dicen que se
hizo guerrillero por hambre y después ya fue costumbre, porque no sabía hacer
otra cosa. También que tenía poderes y que sabía leer en el humo, como si sus
espirales fueran letras encadenadas. Cómo, si no, se explica que nunca lo
atraparan, y mira que lo intentó veces el ejército. Sí, mi tío tenía poderes y
yo lo sé, porque aunque todavía era chiquito, lo vi con mis propios ojos y será
algo que se me quedó grabado para siempre.
Fue en unas Navidades, me acuerdo bien. Yo estaba jugando con mis
primos al chapalote, tirando piedras a los charcos y haciendo que rebotaran en
el agua. Entonces oímos el silbido. Mi tío siempre silbaba cuando venía,
primero oías el silbido y luego al rato, ahí estaba él, como apareciendo de la
nada. Siempre era el mismo tono, largo y agudo, que se iba apagando como el
tañido de un campana. Nos quedamos todos quietos, escuchando y viendo, sin
movernos, pero mirando para todos lados, sólo con los ojos. Pasó un ratito. Y de
pronto lo veías, vestido de verde olivo, alto, flaco y con una barba enmarañada
que le llegaba al pecho. El cabello, negro, se escapaba largo y revuelto bajo
la gorra caqui. A la espalda llevaba una mochila grande, hecha de esparto y que
parecía a punto de reventar. Estaba clavado en el suelo, las piernas separadas
y el barro pegado a los bajos de sus pantalones, paseando su mirada por el
lugar, con los ojos entrecerrados. Sin decir nada entró a la casa, subiendo
despacio los peldaños de madera. Nosotros entramos corriendo detrás,
silenciosos, como hormigas en fila y nos sentamos en el suelo, expectantes.
Tras dejar la mochila en el suelo, empezó, todavía de pie, a liar un cigarrillo
de un tabaco oscuro y apestoso, cuyo humo ascendía desde su mano y lo envolvía.
Cuando su mirada se posaba en mí, con esos ojos profundos y oscuros que
reflejaban la selva en cada surco de su cara, sentía que me ardían las mejillas
y un cosquilleo que me abrasaba hasta los dedos de los pies.
Por fin, después de mirarnos detenidamente y sin dejar de fumar, abrió
su mochila y nos fue dando uno a uno nuestro regalo. La pelota fue para
Gabriel, el tirachinas para Juan, los dados para Segismundo …… y al final, un
pequeño juego de ajedrez para mí. A la casa se habían ido acercando otros niños
del pueblo, todos conocían su silbido, y atisbaban por las rendijas de los
tablones de madera. Del fondo de la mochila extrajo un puñado de caramelos que
lanzó hacia fuera y de los que en un momento no quedó ninguno en el suelo, como
si tuvieran la capacidad de evaporarse. De pronto se quedó quieto, mirando con
fijeza el humo, y sin que supiéramos porqué, salió de la casa. Se fue andando,
sin correr, hacia donde la gente del pueblo tenía sus plantíos, sobre todo de
bananos y yuca. Ágil abrió la cerca y no había acabado de desaparecer cuando
oímos el ruido de motores de un camión militar y varios jeeps que llegaron
levantando una gran polvareda. Uno de los vehículos se paró frente a nuestra puerta,
los guardias gritaban -¡¡¡todos al suelo¡¡¡- y amartillaban nerviosos sus
fusiles. Todo era un correr de aquí para allá, los militares que no cesaban de
gritar, los niños más pequeños llorando, los hombres echados en el suelo con
las manos en la nuca y las mujeres a las puertas de sus casas. El guardia que
estaba al mando, se puso de pie en el jeep y dijo; - ¿dónde está Ramón?
Habló bajo, sin gritar como los otros, y volvió a repetir: - ¿dónde
está Ramón, socabrones?. Si no me lo dicen mando a quemar esta mierda de pueblo
con su gente dentro.
Nadie decía nada. Los niños, asustados, miraron hacía el plantío. Con
un gesto el militar mandó a seis de sus hombres en esa dirección. Durante un
rato solo se oyó el siseo de los machetes al rasgar el aire, cortando hojas de
bananos e incluso alguna mata entera, que caía con un ruido sordo, como si
dejara ir un quejido. Me pareció que pasó mucho tiempo pero otros dijeron
después que sólo habían pasado unos pocos minutos hasta que los soldados
volvieron. Sólo negaron con la cabeza mientras comían unos bananos maduros. El
jefe nos volvió a mirar, despacio y todos bajamos enseguida la cabeza. Resopló
un par de veces y finalmente diciendo –vámonos- él y sus hombres se fueron con
la misma parafernalia con la que habían llegado.
Todos nos quedamos donde estábamos, sin atrevernos a movernos, los
hombres solo se incorporaron y se quedaron sentados en el suelo, mirando hacia
el plantío. No se oía nada, ni siquiera la brisa que a esa hora de la tarde
acostumbraba a levantarse, haciendo susurrar las hojas. Al cabo de un buen
rato, se oyó un silbido largo y agudo y mi tío Ramón apareció, viniendo por el
mismo sitio por donde lo habían buscado los soldados. Se acercaba caminando
despacio y de nuevo volvía a fumar uno de sus apestosos cigarros. Traía la
camisa hecha jirones y todo el pueblo lo rodeó e incluso algunos lo tocaron. El
solo sonrió, cogió su mochila y se alejó despacio, deshaciendo el camino por el
que había llegado. Todos comentaban que cómo había hecho para esconderse de los
soldados, hasta que alguien dijo; -“pues no vieron como traía la camisa,
carajo. ¿Es que no entienden?
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