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sábado, 25 de febrero de 2023

De Ecuador a la Amazonía colombiana

 


En mi periplo por Ecuador me tocó irme a Los Ríos, para participar en unos talleres con la Fundación que me había apoyado hasta ahora, además de visitar a varios productores, algunas fincas Faro y participar en una charla en un centro de investigación agrario. Yo quería ir por una ruta nueva, pasando por Puyo y Los Baños, que no conozco, pero por problemas de logística y de seguridad me tocó volver a Quito (empieza a hartarme esta ciudad) y al día siguiente en taxi hasta Buena Fe, a las instalaciones de la Fundación. En esta zona donde trabajan los técnicos hay lugares donde no pueden ir por el nivel de delincuencia que hay. Sigo preguntándome cómo se puede trabajar en estas condiciones. Con los técnicos visitamos varias fincas y un humedal, que está sobreexplotado y donde el cultivo intensivo de maíz con alta aplicación de insumos químicos y con terrenos de altas pendientes ya deja notar el bajón en rendimientos y se ve la erosión, dado que al finalizar el cultivo lo queman todo para evitar cualquier tipo de enfermedad o plaga en los residuos.

Maíz sembrado a favor de la pendiente y uno de los técnicos de Maquita en una de las cárcavas para ver su altura

Después de unos días intensos, en que tanto me tocó hablar de cacao, de humedales, como de turismo y corredores biológicos, finalmente llegó el momento de irme a Colombia, como no, pasando primero por Quito, donde duermo otra vez mal. Al día siguiente tomo un bus hacia Pasto, que tarda unas 6 horas y que me deja cerca de la frontera. Con un taxi hago los 4 kilómetros que me faltan y después de sellar el pasaporte, cruzo a pie el puente que separa ambos países, lo que me trae recuerdos de otros viajes. Al otro lado, sello la entrada a Colombia y tomo otro taxi hasta la estación de buses de Ipiales, donde enseguida me pesca el conductor de un microbús y en pocos minutos seguimos ruta para llegar al cabo de 2 horas a Pasto. Ha sido una paliza de viaje, pero ya estoy en Colombia. Me quedo el domingo en esta ciudad ya que tengo un par de contactos. Uno es de Ayuda en Acción, a quienes contacté hace meses y que al final no me pararán bola y me tendrán todo el tempo en ascuas, todo siempre de forma muy educada, a la colombiana. Otro cantar fue con PDT, una organización a la que contacté por medio de Begoña, una amiga que ha trabajado en este país durante años y que yo conozco desde Nicaragua. Gloria, la responsable de PDT me trató como a un amigo, y me facilitó contactos, logística y el apoyo de la oficina en Tumaco que era mi destino final. Para no perder la costumbre, me toca levantarme a las 4 de la mañana para tomar un taxi compartido que me dejará al cabo de 5 horas en Tumaco. Por cierto, esta ciudad son 3 islas unidas por puentes. Yo me quedo en la primera y, por lo tanto, ya cuenta como una isla más en mi lista, la número 121.

En moto por Tumaco, con una de las técnicas de cacao

La visita fue corta, de sólo dos días, pero gracias al personal de PDT fue intensa, hablando con diversos actores de la cadena del cacao e incluso tuve un rato para ir a conocer sus playas, que por algo esta ciudad es conocida como la perla del Pacífico. De esta zona me llevo la frase que me dijo un líder de la comunidad afro: hay que humanizar el sector del cacao.

No tenía tiempo para más ya que al día siguiente, otra vez temprano, salía mi avión hacia Bogotá. Allí había conseguido contactar con mi amigo Ricardo, con quien trabajé en mi época de consultor en Colombia hace ya veinte años. Habíamos perdido el contacto por haber cambiado de correo electrónico, pero finalmente, a través de las redes sociales pude localizarlo. Yo le había perdido completamente la pista y ahora me enteraba que durante algo más de dos años fue viceministro de Agricultura, tras varios años desempeñándose en diversos cargos del sector agrario y siempre defendiendo la producción orgánica. La alegría de reencontrarnos fue mutua, y no solamente me quedé en su casa en Bogotá, sino que además me consiguió entrevistas con las personas más relevantes del mundo de cacao colombiano. Rematamos nuestro encuentro en la última tarde con una borrachera de partidas de ajedrez, nuestra afición compartida, en la que quedamos 4 ½ a 4 ½, lo que nos obliga a volvernos a ver (hemos quedado para noviembre) y seguir dándole a las piezas. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas, pero esta fue estupenda, quizás porque no era la segunda parte de nada.

Cata de chocolates que Ricardo facilitó en la tienda y chocolatería Legado - Cacao Experience de Carlos Enrique Torres

Amazonía colombiana

En todos mis viajes a Colombia siempre me quedé con las ganas de volar a Leticia y ahora llegó el momento. La ciudad me recibió con un calor bochornoso, mi cuerpo con gripe y el hotel que había escogido, que a pesar del nombre de ecológico no me gustó demasiado. A lo hecho, pecho. Los dos días que había reservado para la ciudad se me iban a hacer largos, pero aproveché para conocer la parte limítrofe de Brasil, la ciudad de Tabatinga, que tampoco me pareció demasiado especial.

Aunque también se puede pasar a Perú en barca por 1 euro, no me apetece y no lo hago. Me llama la atención la cantidad de perros en la calle. Ninguno tiene collar, pero la mayoría parece tener dueño. Compro el pasaje del bote público a Puerto Nariño para el día siguiente, lo que es un decir, porque me apuntan en una libreta y no me dan recibo y me dicen que media hora antes de salir me llamarán por mi nombre. Aunque desconfío todo pasará tal como me han dicho. Este pueblo está a 70 km río arriba y se tarda casi 3 horas, con varias paradas para recoger y dejar gente. En Puerto Nariño me llama la atención sus calles tan limpias y ordenadas en comparación con Leticia. Aquí están además todos los hermanos y primos de los perros de Leticia. Está prohibida la circulación de coches y motos por lo que en el pueblo sólo se oye el ruido de las cigarras, de los pájaros y de los motores de las barcas al surcar el río. Me dicen que aquí también se roban parte del dinero de infraestructuras, pero por lo menos hacen las calles, en cambio en Leticia, dicen que se lo roban todo y por eso las calles están patas arriba.

Puerto Nariño, donde confluye el río Loretoyacu con el Amazonas

A través del hotel me consiguen un guía de la etnia Tikuna, Abner Ramos, quien me acompañará en lancha al lago Tarapoto, una visita obligada. Sabe bastantes cosas de la naturaleza, que me explica con mucha paciencia, y al final me hace hacer el payaso pescando una piraña, que luego volvemos a soltar. Por el río, además de delfines rosados y grises vemos una gran cantidad de diferentes águilas y otros pajarracos.

Al mediodía, ya de regreso, con un calor de infarto, señal de que va a llover, me voy a caminar por un sendero que transcurre paralelo al río Amazonas y que tiene un sinfín de cuestas y bajadas y me maravillo de la selva que está a pie de camino. Los moscos y los mosquitos casi no me molestan y no estoy usando el repelente. Me da rabia cargar con cosas que no uso. En cambio, el paraguas, que he estado llevando todo este tiempo en mi maleta sí que me ha servido aquí. Y es que en esta zona llueve unos 3300 mm al año, o sea unos 10 litros al día. Eso significa que, si un día no llueve, al siguiente te van a caer al menos 20 litros. La lluvia se anuncia cuando después de hacer un calor tremendo, las nubes se van formando producto de la evaporación, empieza una ligera brisa y a continuación se viene un montón de agua. Es el ciclo del agua que aquí se refleja en su máxima expresión. Y me gusta mucho el dicho que me dijeron hace tiempo en otra parte de Colombia y que también sirve aquí, de que – si no llueve, es que está a punto de llover –. Hablando de llover, después que la lluvia cae, a veces por una hora, a veces por doce, los niños salen a jugar y se revuelcan en los enormes charcos como si tal cosa. Que envidia ¡


Y saco cuentas, una cosa que me encanta, de que, si hubiera tirado algo que flotara al río Napo cuando estuve allá en Ecuador, calculando una velocidad del agua de unos 4 km/hora, posiblemente en estos días la hubiera visto pasar por aquí.

Por la mañana temprano llegan los vendedores del Perú a vender sus mercancías. Al parecer practican más la agricultura que acá y traen productos que difícilmente se dan aquí como los ajos. Pero tengo que decir que en el puerto de Leticia ví como embarcaban, yo creo que de contrabando, 13 cajas de Gramoxone (herbicida con constatados efectos en la salud humana) de 12 litros cada una, que iban para Caballococha, ya en la parte peruana. En mi búsqueda por internet he encontrado que los productos con base a Paraquat, como este, están prohibidos en la Unión Europea desde 2007 y en Colombia y Perú desde 2020 y 2021. La pegatina de fabricación pone fabricado en Colombia en noviembre de 2022. Esto es lo que hay.

En Puerto Nariño, para ajustarme a mi presupuesto, me cambio del hotel donde estoy, con fama de ser el mejor del lugar, por otro que está sólo a unos pocos metros, donde tengo una enorme terraza de madera en la que escribo esto y en la que comparto algo de fruta con los pájaros y monitos que de vez en cuando, cada vez más atrevidos, vienen a comer.


El monito, cuya cola es más larga que su cuerpo, se asusta cada vez que le doy al Enter y se esconde detrás de la columna de madera, sacando de vez en cuando la cabeza para ver si puede volver.

Durante el día prefiero caminar por la calle, sentarme en un banco, ponerme a escribir en mi cuaderno, dar pequeños paseos por el bosque (pequeños por miedo a perderme, que me oriento muy mal) y no estar desesperado por hacer todos los mil y un posibles tours. Estoy al final del viaje y lo noto.

Una ceiba, que según la tradición oral de los tikuna, tiene 400 años

Aunque me parece algo caro, ya le he cogido cariño a Abner con quien me voy temprano, a las 7, para entrar en un bosque secundario, donde según me cuenta, mostrándome un árbol de caucho, era donde los españoles explotaron y maltrataron a sus antepasados obligándoles a recoger el caucho para ellos. Hay un buen libro de Vargas Llosas sobre esta parte de nuestra triste historia como colonizadores.

El día ha amanecido lluvioso y vamos preparados con chubasqueros y botas de agua. Aquí las botas de agua hacen falta hasta para ir al baño. Hay árboles de todo tipo y me va enseñando para lo que sirve cada uno, y son tantos que lo olvido casi inmediatamente. Me enseña una rana verde rayada y luego una marrón minúscula. Con un palito hurga en un agujero del que sale una tarántula hecha una fiera. Como el suelo está bastante resbaladizo corta un palo que me sirve de tercera pata. Y es que en el bosque encuentras de todo, como un montón de frutas que me va dando a probar y que no he visto en mi vida. No es extraño que esta gente sea cazadora y recolectora, aquí tienen todo lo necesario para construir sus casas, para alimentarse y tratarse cualquier enfermedad. Pero claro, ahora quieren un teléfono móvil o un motor para la barca y es donde se rompen sus esquemas. Les toca trabajar y cambiar de forma de vida y eso cuesta.

El sendero va pasando por zonas cada vez más oscuras, de selva que nunca ha sido talada, en zona ya de la reserva indígena, Algunos árboles, como el Renaco, extienden tanto sus raíces, las que en parte son superficiales, que sirven de escalones para subir y bajar las continuas pendientes que hay.

Renaco

Abner me sigue contando historias de las tradiciones de la etnia Tikuna, y me enseña la Maloka, un lugar donde se celebra el pase a la adultez de las niñas. A medio camino empieza a llover con fuerza y nos tenemos que poner los capotes, vemos un caimán en un pequeño lago y unos peces enormes. Los monos están escondidos y me tengo que contentar con el que veo todos los días desde mi habitación. También me cuenta como el tapir se convirtió en Manatí y como el delfín rosado, usando otros peces del río para disfrazarse se convierte en un joven apuesto y en los bailes se roba a la muchacha que más le gusta. Y me dijo muy serio – y estas historias son verdad –.

Vemos un termitero y con un palo hurga en el sacando termitas y parte de su construcción y se lo restriega por los brazos, lo que me dice que sirve como repelente para los mosquitos. ¡Impresionante ¡

Abner, dándome una de sus sabias explicaciones y la fruta a probar

En el último día me encuentro con Martha, la responsable de un pequeño proyecto de transformación de cacao en Puerto Nariño. Empezamos hablando de cacao y compartiendo una pizza acabamos pasando una encantadora velada hablando yo de mis viajes pendientes y ella de sus sueños de estudiar un master en España. Todo se andará.

Desde Puerto Nariño me voy a Leticia, a pasar la noche para irme de nuevo a Quito, donde todavía tengo una reunión pendiente en el Ministerio de Agricultura. De ahí me regreso a Tenerife. Es el fin de estos días intensos. En parte tengo ganas de acabar porque viajar es muy cansado, pero el Amazonas te atrapa y me quedo con ganas de volver y quedarme más tiempo. Me han quedado muchas cosas por ver, porque no quería ir corriendo de un lugar a otro. Prefiero a veces sentarme en el muelle y ver a la gente pasar, los botes que van de un lado a otro y sobre todo a los delfines que en esta época tienen crías y que parecen jugar con los turistas que los acechan por un lado mientras ellos salen por el contrario.

Puerto Nariño, Leticia, 26 de febrero de 2023


Anochecer en el Amazonas

viernes, 17 de febrero de 2023

Amazonía

 

Chakra amazónica

Y por fin llega el otro sueño, ir a la Amazonia de Ecuador. Tengo que ir primero a Quito para salir desde allí. Y de nuevo duermo mal, tal como me pasó ya la otra vez, me despierto a cada rato, me da calor, me cuesta respirar y no veo la hora de irme. He contratado un taxi compartido que viene a buscarme puntual a las 12 del mediodía. Al salir del hotel y cruzar dos calles, hay un stop, que aquí se llama Pare, y veo que el taxista sin mirar, cruza la calle. Le da por poquito, pero le da, a un coche por la parte de atrás, lo hace girar y este se empotra contra un pilar que hay en la acera. Detrás venía un bus de los azules asesinos que, si le llegamos a dar, otro gallo nos habría cantado. Después de los correspondientes insultos de la mujer perjudicada, de que venga la policía de tráfico, que llegue el hijo de la señora también enfadado, los curiosos que opinan a diestro y siniestro, finalmente, una hora más tarde, llega otro taxi a reemplazar al dañado. Me despido de Benito, así se llama el taxista con el que no nos ha dado casi tiempo a conocernos. Voy con el nuevo taxi a buscar a otra pasajera y una encomienda antes de iniciar la ruta, cuando de pronto una moto nos intenta adelantar por la derecha. El taxista no se deja y casi chocan. Unos metros más adelante ambos paran y se enzarzan en una discusión que por poco no llega a las manos. Finalmente nos adelantamos unos metros y nos paramos delante de un semáforo en rojo. Cuando todavía no se ha puesto en verde el motorista pasa a toda velocidad y con el pie golpea el retrovisor del lado del conductor y lo tira al suelo. Empiezo a pensar que este no es mi día, pero por suerte y seguramente por todas las vírgenes y niños Jesús que el taxista lleva en el coche, todo irá bien.

El paisaje desde que salimos de Quito es bellísimo y aunque partimos desde 2700 msnm, todavía subimos a algo más de 4000 para luego empezar a descender pasando por unas frondosas gargantas con el río al fondo y los acantilados con enormes y diversos árboles que lo cubren todo. A lo largo de la ruta hay varios letreros indicando que es zona de paso de animales silvestres, así como de osos, pero no vemos ninguno. El conductor dice que si ha visto venados y una vez un oso pasar la carretera. Cruzamos varios ríos y después de innumerables curvas llegamos a Tena, mi destino. Es la puerta del Amazonas, me gustaría ir más adentro, pero me contentaré de momento con esto.

Con una familia cosechando cacao en la chakra

Los primeros días los paso en Tena, desde donde visito las diferentes comunidades donde se produce cacao y en alguna también chocolate. Me acompañan promotoras de la Fundación Maquita que me facilitan el trabajo. Una de las organizaciones que visito, Tsatsayaku, hace un chocolate de bastante calidad y venden productos hechos por diferentes comunidades (www.tsatsayaku.com).


Una de las últimas fincas que visito es la de Agroturismo El Picaflor (que es como se llama aquí al colibrí), en la comunidad de El Capricho (https://www.facebook.com/ramonpucha2021/). Es hasta ahora el mejor ejemplo que he visto de un sistema agroforestal donde se combina el cacao con árboles maderables centenarios, flores y una gran cantidad de plantas que no conozco ni he visto nunca: frutas comestibles, hojas que saben a canela aunque no son, una hoja con sabor a ajo, una mazorca que se puede comer como si fueran tallarines, un fruto que cambia el sabor de otros productos y muchos más que no me daba tiempo ni a anotar y probar al mismo tiempo. Todo el cacao que tiene es Nacional, o sea de las variedades antiguas, que es lo que llaman también fino de aroma y que a diferencia de los nuevos clones produce menos pero tiene mejor sabor y el árbol produce más años. En el futuro quiere que la finca sea un banco de germoplasma de las diferentes especies que tiene.

Un colibrí herido que recogimos por el camino

El rico tallarín vegetal

El fin de semana me voy a Shandia Lodge, un centro de turismo comunitario de la comunidad kichwa que está apoyada por Maquita. En la mañana se ha organizado un taller con jóvenes promotores de diferentes comunidades a los que Maquita contrata y se les ofrece otra alternativa que ir a trabajar a la ciudad. Su labor es visitar productores y mejorar sus sistemas agroforestales, promover la diversificación en las fincas, lo que llaman la chakra, mejorando la sostenibilidad alimentaria de las familias. En la charla que les doy les cuento la experiencia del cacao en África, una realidad de la que apenas conocen nada. Hablamos de todo un poco y ellos proponen ideas, de como hacer jabón de cacao, sueñan con una gran fábrica de chocolate de la Amazonía, y aunque sea difícil que ese sueño se haga realidad, está bien poder soñar.

Taller con promotores en Shandia Lodge

Por la tarde me voy con Enrique, el hombre orquesta del centro, que, igual que te soluciona el internet, arregla un enchufe, cocina, sirva la mesa y hace de guía. En seguida hacemos buenas migas y nos vamos por la tarde en bicicleta a recorrer la ribera del río. A esa hora parece que es la hora del baño y de lavar la ropa y vemos a varios indígenas practicando lo uno o lo otro. Nosotros no podemos ser menos y al regreso nos bañamos en el agua bastante fría del río Jatunyaco que significa agua grande, que más adelante, cuando se junte con el río Anzu, se convertirá en el río Napo, que ya bastante más allá, después de 1130 km, de los cuales la mitad están en Ecuador y la otra en Perú, llega muy cerca de Iquitos, donde perderá su nombre para pasar a alimentar al Amazonas. Y yo me pregunto: ¿cuándo por fin me embarcaré en uno de estos ríos y me dejaré llevar hasta el final en vez de estar tonteando con el cacao?

Con Enrique pasando uno de los 3 puentes que están juntos: uno se cayó 4 días antes de inaugurarlo, otro está operativo y este necesita algunas reparaciones

Cuando veo a los indígenas bañarse, a la gente en sus casas de madera, siento como una armonía que no he sentido en ningún otro lugar del país. Esta armonía la rompe la civilización que va llegando a estos lugares, las compañías madereras, las petroleras y las concesiones mineras que destruyen este territorio, los mismos tres grandes problemas que se dan en África.

A bañarse toca

Lo único que es algo molesto aquí son los moscos (pequeños mosquitos) que te dejan unas picaduras muy molestas que tardan días en desaparecer. Aunque no suelo ser muy susceptible a las picadas si me han dejado un buen recuerdo en las piernas y brazos. Cuando te pican no parezca que sea gran cosa, pero luego durante dos semanas no dejas de rascarte, lo que lo hace todavía peor, sobre todo por la mañana y por la tarde-noche, mientras, por el día no lo notas, como si te dieran descanso para que puedas trabajar. Como más te rasques, peor es, así que toca aguantarse y esperar que pase, pero inexorablemente te seguirán picando y sólo te queda vestirte tapando todo lo que puedas y ponerte repelente. Todo lo bueno tiene su precio.

Con tanta agua, hay cascadas por donde uno mire




sábado, 4 de febrero de 2023

Más cacao

 

El Chimborazo desde mi balcón

El Chimborazo, lleno de nieve, se deja ver el último día, cuando ya camino de Guayaquil, empiezo a dejar la sierra atrás. De la sierra me voy con la frase en la mente que les dijo un dirigente indígena a los estudiantes: aquí pueden volver cuando quieran, aquí no tienen que tener miedo, aquí nadie les va a robar, aquí tenemos la justicia indígena y al delincuente se la aplicamos.

En el recorrido con el bus paso por grandes desfiladeros con una vegetación lujuriosa, mientras vamos bajando metros y la temperatura se vuelve más tropical.

Guayaquil es una ciudad que está a la par de Quito en cuanto habitantes, pero por desgracia la supera en cuanto a índices de violencia. Me hospedo en un hotel a pie del Malecón porque por lo que he leído es uno de los lugares más seguros. El Malecón discurre en una zona bien, a lo largo del río Guayas por un par de kilómetros. Tiene varias atracciones, lugares para comer y zonas de juego para los niños. Por un lado, está el río y por el otro una verja que tiene puertas cada 100 metros más o menos. La policía patrulla por el malecón y según me han dicho, la alcaldesa de la ciudad dijo fuera de la verja, no respondemos.

En Guayaquil disfruto del Museo del Cacao, un edificio colonial con mucha información que no me da casi tiempo de leer y que fotografío para digerirla más tarde.

Zona del Malecón, con un mural al fondo de Guayaquil en la época del cacao

Durante toda la semana uno de los temas estrella que me ocupa será el de la seguridad, si han matado a alguien, si ha habido secuestros, si se puede caminar por la calle cuando se hace de noche. Un indicador es ver si hay policía. Como más turístico y rico sea el barrio, más policías hay. Por si acaso me mantengo dentro de la verja y me doy un paseo por el río Guayas en un barco de 2 pisos que con un poco de imaginación parece que esté navegando por el río Misisipi.

En Guayaquil tengo un contacto con el coordinador de una Fundación que me acompañará durante toda la semana. Hace unos meses, lo secuestraron durante varias horas, le robaron la camioneta de la Fundación y le quitaron el dinero que llevaba y además les tuvo que dar la clave de sus tarjetas y el teléfono móvil. A pesar de ello, sigue haciendo más o menos su vida normal, ahora con un poco más de cuidado, no viajando de noche, por ejemplo. Me ha concertado una entrevista con uno de los investigadores más renombrados de cacao en Ecuador, a la que me acompaña. También tengo la oportunidad de visitar la planta de la Fundación donde se recibe el cacao que les llega de varias partes del país. Aquí se acaba de limpiar y preparar para enviar a los diferentes destinos, sobre todo a Indonesia y Malasia. Una pequeña parte se queda para elaborar chocolate en la planta que tienen, para intentar ganarle valor agregado al producto, aunque el consumo nacional es muy bajo comparado con el de los países europeos, lo cual me parece una paradoja en uno de los países de los que es originario el cacao.

El río Guayas, con el teleférico que lo cruza, que lleva a la gente del centro a sus barriadas

La gente que se lo puede permitir vive en condominios con guardias de seguridad privados, con altas vallas que rodean todo el perímetro y con entrada de vehículos controlada. Los que no pueden, tienen que vivir donde en los barrios y están expuestos a los robos y a la violencia que al final se acaba dando entre pobres, porque no se pueden permitir la protección.

Al día siguiente nos vamos, con mi ya amigo, hacia Portoviejo, donde ya estuve hace 30 años. Allí la Fundación tiene una planta que también compra cacao, lo fermenta, lo seca y lo prepara para enviar a Guayaquil donde tras hacerles las últimas pruebas de calidad, se destinarán a la exportación y podrán acceder a precios especiales. Hay que remarcar que Portoviejo pertenece a la provincia de Manabí y su cacao es reconocido como uno de los mejores de Ecuador, descendiente de los primeros cacaos que salieron de la cuenca amazónica y que los indígenas fueron diseminando a lo largo de los ríos. Por eso a ese cacao se le llama cacao Arriba, porque procede de la parte alta del río, de río arriba, de donde los indígenas lo fueron bajando y diseminando por todo el país.

La labor que realiza esta Fundación abarca tanto lo social, como lo económico y lo agronómico. Busca que las personas a las que apoya, mejoren sus ingresos económicos a través de lo que aquí se llaman emprendimientos, que mejoren sus condiciones de vida a través de, por ejemplo, sencillos modelos de depuración de aguas residuales y promueven la mejora de sus cultivos y del cuidado medioambiental a través de la agroecología.

Sistema de depuración de aguas en una finca de cacao y otras 22 especies de frutales en Portoviejo

Para conseguir parte de esto, en el caso del cacao, tienen que competir con las grandes multinacionales. Para nombrar solo a dos de estos gigantes, Nestlé y Olam, los que están presentes en el país y que tienen toda una red de captadores de cacao, que van hasta el último rincón a comprar el producto a los agricultores, llegando a acuerdos entre ellos para fijar los precios que les convienen. Su cadena de intermediarios y captadores de cacao utilizan todos los trucos habidos y por haber, igual que hacen sus pares en África, para conseguir bajar más el precio del cacao y aumentar sus ganancias cuando lo libran a las multinacionales.

Aprovecho mi estancia allí para irme con Fabricio, en el camión a comprar 2 toneladas de cacao a un gran propietario. Una particularidad que todo el tiempo me llama la atención aquí es que a diferencia de África la mayoría de los productores ni fermenta ni seca el cacao. Lo venden en “baba” o sea recién cosechado y sacado de la mazorca. Esto lo hacen cuando tienen mucha producción para ahorrarse la mano de obra de realizar todo este trabajo, ya que esta cada vez escasea más y porque en el proceso que puede durar en total de 8 a 10 días, una parte del cacao desaparecerá, robado por los propios trabajadores o quien sabe quién.

La Fundación

De Portoviejo me voy a Santo Domingo, ya camino de la costa, en un viaje interminable de casi 6 horas, en un taxi compartido, adonde llego al anochecer y donde me recomiendan no salir a la calle. Acabo cenando en la habitación del hotel, oyendo la música que sale de innumerables tugurios que hay cerca, sintiéndome prisionero en un país con tanto que ofrecer.

Al día siguiente me viene a buscar Manuel, quien estuvo en Tenerife en octubre y que me acompañara durante la siguiente semana en la provincia de Esmeraldas. Para mostrarme la belleza de la zona me lleva por la carretera de la costa, con una vegetación exuberante. Cuando le pregunto si esta zona es un corredor ecológico me dice que no, que es un corredor de narcotráfico, ya que al ser esta carretera menos transitada que la carretera estatal, permite estos menesteres, aparte de que la policía ni asoma, probablemente porque ha sido advertida y recompensada por ello.

En el alguno de los trayectos realizados en los días anteriores pasé por inmensas bananeras, alguna con su propia pista privada de aterrizaje para las avionetas que fumigan el banano. Esto ha creado algún problema, no sólo porque desde hace años fumigan con potentes agroquímicos a la población que vive cerca y dentro de las bananeras, sino porque en algunas ocasiones los narcos cierran la carretera y hacen aterrizar una de sus avionetas que viene a buscar mercancía. Todo esto me parece una locura. El otro día un amigo me decía: ¿me pregunto por qué he venido? Y yo también a veces me hago la pregunta, pero luego se me olvida.

Secadero de cacao

ESMERALDAS

La otra vez que estuve en Ecuador se me quedó el nombre de Esmeraldas en el oído. Hay nombres que me atraen, como Puerto Limón en Costa Rica, Bluefields en Nicaragua o el de Esmeraldas, que luego, cuando vas, a veces no se corresponden con la imagen que te habías hecho. Es el caso de Esmeraldas y por la ciudad sólo he pasado deprisa y en coche ya que tiene fama de ser una de las más peligrosas del país, pero si he recorrido la provincia, hasta casi llegar a la frontera con Colombia. Uno de los lugares que más me ha impresionado ha sido la comunidad de Playa de Oro (pertenece a la parroquia Luis Vargas Torres). Hemos ido en coche, Manuel y yo, aunque también se puede ir en lancha. Es una comunidad antigua, que existe desde hace más de 400 años y que todavía conservan una buena cantidad de tierras comunales. Sus habitantes dicen que sus ancestros fueron caminando a Quito a pagar con oro y plata el valor de las tierras a los indígenas que eran sus propietarios. El gran problema que enfrenta esta comunidad es que como su nombre indica, parece que hay oro y las empresas legales e ilegales están por todas partes. Compran o arriendan las tierras a su propietarios cuando saben que pueden encontrar oro y con grandes máquinas excavadoras revuelven el terreno y lo dejan inservible para cualquier fin. Sacan el material, lo lavan, utilizan químicos para separar el oro y los restos vuelven a parar al río, contaminándolo. Aunque los de la comunidad afroamericana de Playa de Oro dicen orgullosos que no han dejado entrar la minería, lo que veo parece demostrar lo contrario. Preguntamos por la gente joven del pueblo y un hombre nos dice que están playando, o sea buscando oro de forma artesanal en las riberas del río.

Hablando con la gente de Playas de oro, con el río al fondo

Seguimos viaje y vamos a visitar una asociación, ASPROCA que compra y procesa el cacao de sus socios, realizando todo el proceso de fermentación y secado. Enfrente de la asociación se está celebrando la vela por un muerto. Me cuentan la historia. Era un chico joven, de menos de 30 años, hijo único. Su madre le dio una tierra donde había sembrados cocos, lo que aquí llaman cocal y el la trabajaba. Un día la policía lo pillo en la ciudad cuando entre los cocos que llevaba en un saco había un kilo de droga. Probablemente fue un chivatazo al usarlo como chivo expiatorio para que la policía se apuntara un tanto mientras un cargamento mayor pasaba por otro lado. Lo metieron en la cárcel de Esmeraldas, una de las más violentas del país. Allí le propusieron formar parte de una de las bandas de la cárcel a lo que al parecer se negó. Unos días más tarde apareció ahorcado en su celda junto con otro preso que corrió la misma suerte.

La fábrica de chocolate: sólo el olor ya alimenta

Una de las experiencias que más me ha gustado ha sido el de un grupo de 26 mujeres de Timbiré. Aparte de que tienen ya una historia de 15 años desde que se unieron para defender sus derechos, han conseguido con ayuda de la cooperación española establecer su propia fabricación de chocolate con su propia marca. Son mujeres innovadoras, que utilizan todos los subproductos del cacao, elaborando un chocolate de calidad y además, lo que me parece más importante, vendiéndolo a un precio asequible para la población local, a mitad de precio de lo que lo venden otras diversas marcas que hay en el país.

De Esmeraldas, en mi último día allí, salen 2 camiones cargados con cacao destino a la planta que tienen en Guayaquil. Todo el mundo está nervioso, preparan los GPS que irán en los camiones y que todo el grupo puede monitorear desde una aplicación, uno de sus vehículos va con uno de los técnicos a un par de kilómetros por detrás para detectar cualquier problema y poder avisar inmediatamente a la policía. Al día siguiente de madrugada, llegan a Guayaquil sin incidentes. Por la noche nos enteramos que un camión de otra organización cargado de cacao ha sido robado en la misma ruta unas horas más tarde.

Me he pasado todo el tiempo que llevo aquí viendo plantaciones de cacao y hablando de chocolate. Espero poder plasmar todas esas experiencias en el libro que estoy escribiendo. Aunque la delincuencia y la violencia que se oye que existe en este país es algo que no me deja sentirme cómodo, toda la gente que me he encontrado en esta región ha sido muy amable conmigo y me han hecho sentirme a gusto.

Ariel Preciado, promotor, en su finca de cacao en Timbiré


Próxima parada: Amazonía ecuatoriana