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sábado, 4 de febrero de 2023

Más cacao

 

El Chimborazo desde mi balcón

El Chimborazo, lleno de nieve, se deja ver el último día, cuando ya camino de Guayaquil, empiezo a dejar la sierra atrás. De la sierra me voy con la frase en la mente que les dijo un dirigente indígena a los estudiantes: aquí pueden volver cuando quieran, aquí no tienen que tener miedo, aquí nadie les va a robar, aquí tenemos la justicia indígena y al delincuente se la aplicamos.

En el recorrido con el bus paso por grandes desfiladeros con una vegetación lujuriosa, mientras vamos bajando metros y la temperatura se vuelve más tropical.

Guayaquil es una ciudad que está a la par de Quito en cuanto habitantes, pero por desgracia la supera en cuanto a índices de violencia. Me hospedo en un hotel a pie del Malecón porque por lo que he leído es uno de los lugares más seguros. El Malecón discurre en una zona bien, a lo largo del río Guayas por un par de kilómetros. Tiene varias atracciones, lugares para comer y zonas de juego para los niños. Por un lado, está el río y por el otro una verja que tiene puertas cada 100 metros más o menos. La policía patrulla por el malecón y según me han dicho, la alcaldesa de la ciudad dijo fuera de la verja, no respondemos.

En Guayaquil disfruto del Museo del Cacao, un edificio colonial con mucha información que no me da casi tiempo de leer y que fotografío para digerirla más tarde.

Zona del Malecón, con un mural al fondo de Guayaquil en la época del cacao

Durante toda la semana uno de los temas estrella que me ocupa será el de la seguridad, si han matado a alguien, si ha habido secuestros, si se puede caminar por la calle cuando se hace de noche. Un indicador es ver si hay policía. Como más turístico y rico sea el barrio, más policías hay. Por si acaso me mantengo dentro de la verja y me doy un paseo por el río Guayas en un barco de 2 pisos que con un poco de imaginación parece que esté navegando por el río Misisipi.

En Guayaquil tengo un contacto con el coordinador de una Fundación que me acompañará durante toda la semana. Hace unos meses, lo secuestraron durante varias horas, le robaron la camioneta de la Fundación y le quitaron el dinero que llevaba y además les tuvo que dar la clave de sus tarjetas y el teléfono móvil. A pesar de ello, sigue haciendo más o menos su vida normal, ahora con un poco más de cuidado, no viajando de noche, por ejemplo. Me ha concertado una entrevista con uno de los investigadores más renombrados de cacao en Ecuador, a la que me acompaña. También tengo la oportunidad de visitar la planta de la Fundación donde se recibe el cacao que les llega de varias partes del país. Aquí se acaba de limpiar y preparar para enviar a los diferentes destinos, sobre todo a Indonesia y Malasia. Una pequeña parte se queda para elaborar chocolate en la planta que tienen, para intentar ganarle valor agregado al producto, aunque el consumo nacional es muy bajo comparado con el de los países europeos, lo cual me parece una paradoja en uno de los países de los que es originario el cacao.

El río Guayas, con el teleférico que lo cruza, que lleva a la gente del centro a sus barriadas

La gente que se lo puede permitir vive en condominios con guardias de seguridad privados, con altas vallas que rodean todo el perímetro y con entrada de vehículos controlada. Los que no pueden, tienen que vivir donde en los barrios y están expuestos a los robos y a la violencia que al final se acaba dando entre pobres, porque no se pueden permitir la protección.

Al día siguiente nos vamos, con mi ya amigo, hacia Portoviejo, donde ya estuve hace 30 años. Allí la Fundación tiene una planta que también compra cacao, lo fermenta, lo seca y lo prepara para enviar a Guayaquil donde tras hacerles las últimas pruebas de calidad, se destinarán a la exportación y podrán acceder a precios especiales. Hay que remarcar que Portoviejo pertenece a la provincia de Manabí y su cacao es reconocido como uno de los mejores de Ecuador, descendiente de los primeros cacaos que salieron de la cuenca amazónica y que los indígenas fueron diseminando a lo largo de los ríos. Por eso a ese cacao se le llama cacao Arriba, porque procede de la parte alta del río, de río arriba, de donde los indígenas lo fueron bajando y diseminando por todo el país.

La labor que realiza esta Fundación abarca tanto lo social, como lo económico y lo agronómico. Busca que las personas a las que apoya, mejoren sus ingresos económicos a través de lo que aquí se llaman emprendimientos, que mejoren sus condiciones de vida a través de, por ejemplo, sencillos modelos de depuración de aguas residuales y promueven la mejora de sus cultivos y del cuidado medioambiental a través de la agroecología.

Sistema de depuración de aguas en una finca de cacao y otras 22 especies de frutales en Portoviejo

Para conseguir parte de esto, en el caso del cacao, tienen que competir con las grandes multinacionales. Para nombrar solo a dos de estos gigantes, Nestlé y Olam, los que están presentes en el país y que tienen toda una red de captadores de cacao, que van hasta el último rincón a comprar el producto a los agricultores, llegando a acuerdos entre ellos para fijar los precios que les convienen. Su cadena de intermediarios y captadores de cacao utilizan todos los trucos habidos y por haber, igual que hacen sus pares en África, para conseguir bajar más el precio del cacao y aumentar sus ganancias cuando lo libran a las multinacionales.

Aprovecho mi estancia allí para irme con Fabricio, en el camión a comprar 2 toneladas de cacao a un gran propietario. Una particularidad que todo el tiempo me llama la atención aquí es que a diferencia de África la mayoría de los productores ni fermenta ni seca el cacao. Lo venden en “baba” o sea recién cosechado y sacado de la mazorca. Esto lo hacen cuando tienen mucha producción para ahorrarse la mano de obra de realizar todo este trabajo, ya que esta cada vez escasea más y porque en el proceso que puede durar en total de 8 a 10 días, una parte del cacao desaparecerá, robado por los propios trabajadores o quien sabe quién.

La Fundación

De Portoviejo me voy a Santo Domingo, ya camino de la costa, en un viaje interminable de casi 6 horas, en un taxi compartido, adonde llego al anochecer y donde me recomiendan no salir a la calle. Acabo cenando en la habitación del hotel, oyendo la música que sale de innumerables tugurios que hay cerca, sintiéndome prisionero en un país con tanto que ofrecer.

Al día siguiente me viene a buscar Manuel, quien estuvo en Tenerife en octubre y que me acompañara durante la siguiente semana en la provincia de Esmeraldas. Para mostrarme la belleza de la zona me lleva por la carretera de la costa, con una vegetación exuberante. Cuando le pregunto si esta zona es un corredor ecológico me dice que no, que es un corredor de narcotráfico, ya que al ser esta carretera menos transitada que la carretera estatal, permite estos menesteres, aparte de que la policía ni asoma, probablemente porque ha sido advertida y recompensada por ello.

En el alguno de los trayectos realizados en los días anteriores pasé por inmensas bananeras, alguna con su propia pista privada de aterrizaje para las avionetas que fumigan el banano. Esto ha creado algún problema, no sólo porque desde hace años fumigan con potentes agroquímicos a la población que vive cerca y dentro de las bananeras, sino porque en algunas ocasiones los narcos cierran la carretera y hacen aterrizar una de sus avionetas que viene a buscar mercancía. Todo esto me parece una locura. El otro día un amigo me decía: ¿me pregunto por qué he venido? Y yo también a veces me hago la pregunta, pero luego se me olvida.

Secadero de cacao

ESMERALDAS

La otra vez que estuve en Ecuador se me quedó el nombre de Esmeraldas en el oído. Hay nombres que me atraen, como Puerto Limón en Costa Rica, Bluefields en Nicaragua o el de Esmeraldas, que luego, cuando vas, a veces no se corresponden con la imagen que te habías hecho. Es el caso de Esmeraldas y por la ciudad sólo he pasado deprisa y en coche ya que tiene fama de ser una de las más peligrosas del país, pero si he recorrido la provincia, hasta casi llegar a la frontera con Colombia. Uno de los lugares que más me ha impresionado ha sido la comunidad de Playa de Oro (pertenece a la parroquia Luis Vargas Torres). Hemos ido en coche, Manuel y yo, aunque también se puede ir en lancha. Es una comunidad antigua, que existe desde hace más de 400 años y que todavía conservan una buena cantidad de tierras comunales. Sus habitantes dicen que sus ancestros fueron caminando a Quito a pagar con oro y plata el valor de las tierras a los indígenas que eran sus propietarios. El gran problema que enfrenta esta comunidad es que como su nombre indica, parece que hay oro y las empresas legales e ilegales están por todas partes. Compran o arriendan las tierras a su propietarios cuando saben que pueden encontrar oro y con grandes máquinas excavadoras revuelven el terreno y lo dejan inservible para cualquier fin. Sacan el material, lo lavan, utilizan químicos para separar el oro y los restos vuelven a parar al río, contaminándolo. Aunque los de la comunidad afroamericana de Playa de Oro dicen orgullosos que no han dejado entrar la minería, lo que veo parece demostrar lo contrario. Preguntamos por la gente joven del pueblo y un hombre nos dice que están playando, o sea buscando oro de forma artesanal en las riberas del río.

Hablando con la gente de Playas de oro, con el río al fondo

Seguimos viaje y vamos a visitar una asociación, ASPROCA que compra y procesa el cacao de sus socios, realizando todo el proceso de fermentación y secado. Enfrente de la asociación se está celebrando la vela por un muerto. Me cuentan la historia. Era un chico joven, de menos de 30 años, hijo único. Su madre le dio una tierra donde había sembrados cocos, lo que aquí llaman cocal y el la trabajaba. Un día la policía lo pillo en la ciudad cuando entre los cocos que llevaba en un saco había un kilo de droga. Probablemente fue un chivatazo al usarlo como chivo expiatorio para que la policía se apuntara un tanto mientras un cargamento mayor pasaba por otro lado. Lo metieron en la cárcel de Esmeraldas, una de las más violentas del país. Allí le propusieron formar parte de una de las bandas de la cárcel a lo que al parecer se negó. Unos días más tarde apareció ahorcado en su celda junto con otro preso que corrió la misma suerte.

La fábrica de chocolate: sólo el olor ya alimenta

Una de las experiencias que más me ha gustado ha sido el de un grupo de 26 mujeres de Timbiré. Aparte de que tienen ya una historia de 15 años desde que se unieron para defender sus derechos, han conseguido con ayuda de la cooperación española establecer su propia fabricación de chocolate con su propia marca. Son mujeres innovadoras, que utilizan todos los subproductos del cacao, elaborando un chocolate de calidad y además, lo que me parece más importante, vendiéndolo a un precio asequible para la población local, a mitad de precio de lo que lo venden otras diversas marcas que hay en el país.

De Esmeraldas, en mi último día allí, salen 2 camiones cargados con cacao destino a la planta que tienen en Guayaquil. Todo el mundo está nervioso, preparan los GPS que irán en los camiones y que todo el grupo puede monitorear desde una aplicación, uno de sus vehículos va con uno de los técnicos a un par de kilómetros por detrás para detectar cualquier problema y poder avisar inmediatamente a la policía. Al día siguiente de madrugada, llegan a Guayaquil sin incidentes. Por la noche nos enteramos que un camión de otra organización cargado de cacao ha sido robado en la misma ruta unas horas más tarde.

Me he pasado todo el tiempo que llevo aquí viendo plantaciones de cacao y hablando de chocolate. Espero poder plasmar todas esas experiencias en el libro que estoy escribiendo. Aunque la delincuencia y la violencia que se oye que existe en este país es algo que no me deja sentirme cómodo, toda la gente que me he encontrado en esta región ha sido muy amable conmigo y me han hecho sentirme a gusto.

Ariel Preciado, promotor, en su finca de cacao en Timbiré


Próxima parada: Amazonía ecuatoriana


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