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jueves, 31 de diciembre de 2020

Viajes sin mascarillas: Panamá

 

Si vives en Nicaragua, que está más o menos a la mitad de Centroamérica, te permite ir al norte hacia Honduras, El Salvador, Guatemala y Belice, o al sur a Costa Rica y Panamá. Todos estos países tienen mar y la mayoría incluso en los dos lados. De todos ellos sólo me falta por conocer El Salvador. He estado en Panamá creo que tres veces, pero me he quedado siempre con la impresión de que me gustaría visitar y conocer más este país. La última vez que estuve fue en abril de 2010.

La capital, Panamá City es una mezcla entre Nueva York y La Habana, con contrastes entre lo sofisticado y popular, con su skyline, orgullo de la ciudad y con casas coloniales decadentes en los barrios antiguos donde no hace falta que a uno le aseguren que por la noche se convierten en peligrosos. Tiene unos 600.000 habitantes en una mezcla de negros, mulatos, indígenas y blancos.

Pero durante el día la ciudad no ofrece problemas o por lo menos no tantos. La gente vive en las calles, es ruidosa y hablan a gritos. Como más popular es el barrio, más abundan las tonalidades de color de la gente.

La ciudad está llena de casas de préstamo y empeños, algo que salta a la vista de forma exagerada y un taxista me decía que Panamá es el país de las oportunidades, si uno necesita dinero, va a una casa de préstamos y se lo dan. No se me ocurrió preguntarle a que interés.


Las mujeres de la etnia guna destacan por el colorido de sus ropas y amuletos y sobre todo por el anillo de oro que llevan en la nariz. En las calles principales, llenas de tiendas y puestos de venta, se vende de todo, desde un sancocho de gallina hasta zapatillas Nike falsas. Hay bastantes mendigos y gente sin techo, la gran mayoría negros, pero que parecen vivir su vida sin meterse con nadie. Los buses urbanos, llamados los diablos rojos, van a todo lo que dan y valen 20 céntimos de euro para ir a cualquier parte de la ciudad, mientras los taxis cobran a partir de 1 euro según la distancia. La gente es amable y con un deje que recuerda al cubano, pero más suave. Aunque te dicen que en los buses roban, nos metimos en alguno, y efectivamente le intentaron robar a una mujer que se lio a gritos con los asaltantes. Fue el último que tomamos.


El 90% de la energía que consume Panamá es producido por centrales hidroeléctricas, en buena parte en las represas del canal de Panamá, el sueño de cualquier país. Aparte de visitar esta obra impresionante, es un recorrido que vale la pena hacer en un tren panorámico a lo largo del canal hasta la ciudad de Colon, de unos 120 km. En la estación de llegada en Colon hay taxis que te esperan para llevarte a la ciudad que está a sólo unos 100 metros cruzando un puente. Te cobran sólo 1 dólar por pasajero, pero en todos los lugares te aseguran que si cruzas el puente a pie te van a atracar seguro, así que, tras un par de intentos de pensarlo para hacernos el machito, cogimos el taxi.

Ir a la región de los indios guna (Guna Yala o islas de San Blas) fue toda una experiencia para mí, adonde fui con María. Artemio vino a buscarnos al hotel de Panamá City con su Toyota Prado automática. Artemio es un guna muy salao, que no paró de hablar en las 2 horas que duró el viaje. Nos contó en una versión más o menos propia la historia de los gunas y sus costumbres, su visión del mundo que es como la de muchos pueblos indígenas, muy egocéntrica, diferenciando a la gente entre los que son indígenas y los que no lo son. Luego Artemio diferenciaba a los no indígenas entre panameños (wuagas) y extranjeros. A pesar de ello, él se ha casado con una panameña, lo cual está permitido si tiene la aprobación del consejo indígena. Con su vehículo se dedica al transporte de viajeros desde Panamá City a Cartí, un pequeño puerto de embarque dentro del territorio indígena, desde donde se sale hacia las islas (hay unas 350). En el muelle de Cartí nos esperaba Orlando, un guna de los antiguos, sólo 3 años mayor que yo, aunque yo lo veía como si pudiera ser mi padre. Orlando se enfadaba cuando contaba sobre los cambios que se daban en la juventud de su etnia que ya no quieren trabajar como antes y que no mantienen las costumbres. Del total de 350 islas que forman el archipiélago de San Blas, unas 50 están habitadas y en el resto sólo viven 1 o 2 familias que cuidan la isla y las mantienen para el turismo. Algunas están completamente deshabitadas. En la isla de Wichubala, donde nos quedábamos, que no tendría ms de 200 m de largo por 50 m de ancho, vivían unas 50 familias, de una forma bastante estrecha y ya se ve que van a seguir teniendo problemas de espacio a poco que crezca la población. Por eso intentan ganarle terreno al mar, poniendo pequeños muros de piedra en el agua y rellenando con arena o bien construyendo casas sobre pilotes.

    Isla Wichubala

La isla vecina a la nuestra tendría unos 200 m2 de terreno de arena y alrededor de 500 m2 habitables construidos sobre el mar. La otra isla, que quedaba a unos 100 m más allá y a la que fui nadando, era la isla de la que Orlando era originario (isla Nualenga). Era más bonita que la nuestra, sobre todo porque había más espacio y algunas familias tenían un pequeño patio con plantas. Las calles también de arena eran más anchas, había árboles y pequeñas plantaciones de bananos y algunas flores. Un árbol que crece bien allá es el noni, del que conocen sus propiedades medicinales.

    Isla Coco solo

Cada día a las 9,30 de la mañana, puntualmente, salíamos de nuestro hotelito construido en bambú y madera, los 12 turistas que estábamos en la isla rumbo a alguna de las islas paradisíacas que estaban como a media hora en lancha (isla Perro, El Diablo, Pelícano, Wuali-dup). A lo lejos se veía la minúscula isla de “Coco Solo” que me robó el corazón.                                                 

A las 4 o 5 de la tarde regresábamos a nuestra isla, paseábamos entre las casas, intentando hacerlo despacio, ya que la isla se acababa enseguida. Lo más curioso era que la población nos ignoraba como si no estuviéramos o fuéramos unos gunas más, sólo los niños nos decían hola desde sus chozas.


La última parte del país la vimos en Bocas de Toro, en el norte, cerca de la frontera con Costa Rica, donde ya había estado unos años antes. Nos fuimos de Panamá City en un bus cómodo a David, una ciudad en las montañas. El aire acondicionado estaba a tope en un viaje que duro 7 horas para hacer 450 km, a 10 Euros por cabeza.

De David pasamos a la población de Almirante, para desde allí en un bote rápido ir saltando sobre un espejo de agua hasta la isla Colón, ya parte de Bocas de Toro. En el mismo embarcadero sólo cambiamos de lado para subirnos a un bote muy estrecho que por un par de dólares nos llevó a la isla de Bastimentos. Allí comprobamos de nuevo que aun cuando uno se haya estudiado la guía de viajes del derecho y del revés, cuando llega a un sitio, el azar hace que recales en un hotelito u otro. Nos quedamos en el Hotel El Jaguar, el primero que vimos al desembarcar y que nos alquiló una habitación doble con baño por 20 US$. De esa isla sobre todo guardo el recuerdo del olor de las flores del Ilang-Ilang al atardecer.


He pasado dos veces a pie el puente de hierro que separa Costa Rica de Panamá, en el lado del Atlántico. La frontera es el rio Sixaloa, caudaloso y que se puede ver pasar raudo a bastante profundidad entre las tablas que faltan del puente. Por aquí pasan enormes trailers que hacen retumbar el puente, mientras esquivas las motos que también van pasando. Pero a pesar de ello, reconozco que me encantan este tipo de pasos de fronteras, que parece retraerte a unas cuantas decenas de años atrás.

Viajar solo tiene la ventaja de que no tienes que consultarle a nadie lo que quieres hacer, tomas tus propias decisiones y planificas las cosas como te parece. Además, estás más abierto a conocer a gente y eso te hace estar más despierto a las sensaciones externas. Pero a Panamá siempre he viajado acompañado de lo que me alegré, entre otras muchas cosas porque ya estoy harto de ver paisajes o lugares bonitos y no tener a nadie al lado con quien compartirlo. Además, es otra forma de socializar lo que quieres hacer, lo que piensas y de cómo te comportas y disminuye el grado de asilvestramiento que uno va adquiriendo.


    Isla Ukuptupu

 


viernes, 4 de diciembre de 2020

Viajes sin mascarilla: Anécdotas de la Nicaragua sandinista



Ir en bus todavía hoy en día en Nicaragua tiene sus desventajas, sobre todo la incomodidad, aunque no hay comparación con los años 80, en que se convertía en pura aventura. En aquella época el parque de vehículos se iba deteriorando a ojos vista, había que ir innovando, como en Cuba, ya que el boicot económico de los yanquis no permitía importar repuestos. Además, como el precio del pasaje era muy barato al estar subvencionado y haber pocos coches, los buses iban repletos y más de una vez me quedé en tierra ya que no quería ser uno más de los que iban colgados de cualquier parte. Que la gente fuera en el techo y colgados de las puertas era habitual, pero si algo me asombraba era ver al cobrador capaz incluso de salir con el bus en marcha por una ventana para irles a cobrar a los de arriba, que el sabía que en cuanto parara el bus, ya nos los vería más.


Un día “le di raid” (coger en autostop) a una pareja y a un niño. Ellos estaban en Estelí e iban para La Concordia, donde teníamos un proyecto de riego por goteo. Son 35 kilómetros de pista bastante mala y se tardaba más de una hora en recorrerla. La pareja era bastante peculiar, él de unos 50 años, vestido de policía nacional, ella de una edad indefinida, vestida de forma sencilla, y el niño, de unos 10 años y con cara de pocos amigos. Desde el momento en que se montaron empezó entre nosotros una cháchara que tampoco suele ser usual en Nicaragua, sobre todo el que empiecen ellos a hablar. Pero este hombre era bien abierto y me empezó a preguntar desde de donde era yo hasta cuanto ganaba un policía en España. La conversación era tan animada que se fue metiendo la mujer, que iba sentada atrás con el niño y que hasta entonces había estado un poco retraída. Yo había intentado ir contestando todas las preguntas, intentando ser ecuánime y explicando siempre lo de que, aunque se gane más en Europa, también las cosas son mucho más caras. Pero a veces hay razonamientos que no son fáciles de transmitir. Yo le decía: vea, aunque usted gane 2.000 dólares al mes, cuando vaya a tomar un café, este le costará unos 2 dólares (en Nicaragua en muchos sitios es hasta gratis o cuesta 0,2 dólar). Y él me contestaba, ah, pues entonces si es tan caro no tomaría café ¡Y se ponía a reír, y miraba a la mujer y les faltaba decir, vaya chele más tonto!


Viendo el giro de la conversación, yo intentaba explicarles otras cosas, como que España estaba muy lejos. Enseguida hacían suyo el tema y me preguntaban si España está al norte de Miami, y cuando yo, ya mucho más seguro de mí mismo, les dije que no, que España estaba al este de Miami, que primero había que ir en avión a Miami y luego coger otro avión hacia el este durante 10 horas para llegar a España, entonces la señora que había estado muy atenta a toda la conversación me dijo: ¿entonces ahí es donde le llaman el tercer mundo?. Abrí varias veces la boca para contestar, pero cualquier argumento se me quedaba corto y finalmente desvié la conversación hacia otros derroteros donde me sintiera más seguro. Por suerte ellos viendo mi incapacidad para contestar adecuadamente a sus preguntas y apreciaciones, también cambiaban de tema, saltando de uno a otro, como por ejemplo cuando ella empezó a preguntarle porque no se iba a España a trabajar de policía si allí se ganaba tan bien y él le explicaba con mucha paciencia que él era policía nacional, o sea que solo podía trabajar en Nicaragua. Para trabajar en España tendría que ser policía internacional ¡¡. Incontestable.

Al cabo de algo más de 1 hora de viaje, cuando nos separamos, sentí haber llegado a nuestro destino.


Un agricultor de Jinotega, en un día de lluvia iba andando con sus botas de hule bien embarradas al poblado. Se encontró con un amigo que lo invitó a unos tragos. Le daba “pena” ir con las botas tan embarradas al bar, pero el amigo le dijo; no te “preocupés”, ponte el pantalón por encima y así no se ve que llevás botas. A la hora, ya “picado” incluso cruzaba la pierna y le “valía verga” que le vieran las botas y el barro pegado.

Corn Island

En realidad, no debería haber ninguna razón para que me guste tanto Corn Island. La primera vez que fui a esta isla del caribe nicaragüense (Google Earth - Latitud12°10'8.88"N, Longitud  83° 2'35.63"O) fue en Semana Santa de 1987 y viajé con Tere, mi pareja de entonces. El viaje en sí fue accidentado, un viaje interminable en bus desde Managua a El Rama, luego el viaje en barco hasta Bluefields por el río Escondido, escoltados por lanchas militares ya que en esa época era una zona de guerra importante como atestiguaban los impactos de bala en el casco del barco. En Bluefields, una ciudad típica caribeña, que nos encantó con sus casas e iglesias de estilo colonial inglés, de madera y las mujeres negras con sus rulos en la cabeza. Viniendo del Pacífico, todo era como mágico. Durante esos días sufrí un fuerte dolor de oído, producto de una infección, que me dejaba postrado en la cama del hospedaje, sudando por el calor asfixiante y húmedo del Caribe, mientras el abanico daba vueltas sin parar. Ahí pasaba más de la mitad del día, hasta que los medicamentos que me tomaba me aliviaban.


Cuando ya me recuperé fuimos al puerto del Bluff, a coger el barco que nos llevaría a Corn Island. La fila para embarcar era enorme de toda la gente que quería pasar la Semana Santa en familia. De pronto, un militar borracho cogió su Aka y sin previo aviso empezó a disparar al aire. Todo el mundo corrió a esconderse incluidos nosotros, hasta que otros militares llegaron y se lo llevaron. Luego la fila se recompuso más o menos. Había tantísima gente que a pesar de que el barco era un carguero grande hubo dificultad para colocar a todos los pasajeros en cubierta. El tiempo no era muy malo, aunque había cierto oleaje que hacía retumbar el barco cada vez que descendía de una ola para acometer la siguiente. A consecuencia de ello se soltó una parte de una especie de chimenea y le cayó encima a uno de nuestros vecinos, a sólo un par de metros de nosotros, abriéndole la cabeza como un melón. En un instante se hizo un ruedo alrededor del herido al que vino enseguida a curar un médico, salido de no sé dónde. Unos días después oímos que había llegado vivo a la isla y se había salvado.


Finalmente, varias horas más tarde de lo previsto y ya de noche llegamos a la bahía de Corn Island, donde no podíamos atracar en el muelle dado el gran calado de nuestro barco. Tuvo que venir otro barco más pequeño de la armada nicaragüense para hacer el trasbordo. El paso del barco grande al pequeño se realizó en un perfecto desorden, con grave riesgo para la vida de todos, incluso de los barcos, dado el cabeceo de ambos, pero finalmente, gracias a Dios como dicen aquí, no pasó nada.

Ya una vez en tierra firme, eran como las 12 de la noche y pensamos que no encontraríamos hotel, así que nos pusimos a buscar un lugar donde dormir en la playa. Cuando por la mañana Tere me despertó, un tipo se alejaba sigilosamente con nuestras 2 mochilas al hombro. Lo quise perseguir después de ponerme las zapatillas, pero ya había desparecido en el swampo (así es como le llaman a los humedales que se convierten en la reservas de agua dulce de la isla) y en una casa donde preguntamos si habían visto a un ladrón con 2 mochilas sólo les faltó reírse de nosotros. Por suerte teníamos nuestro pasaporte y dinero, ya que al dormirnos tuvimos la precaución de guardarlo en unos bolsos pegados al cuerpo, además de la ropa que usamos para dormir. Todo lo demás, ropa, neceser, medicinas, desparecieron. En vista de ellos decidimos a las 9 de la mañana salir en el primer avión hacia Managua, con una enorme frustración que se compensó cuando un par de meses más tarde repetimos el viaje y se convirtió en unas vacaciones estupendas.

Buceando en los arrecifes de Corn Island

 

Una narco lancha varada en Little Corn Island


viernes, 13 de noviembre de 2020

Viajes sin mascarilla: Anécdotas en la Nicaragua sandinista

Típico puesto de tortillas de maíz en Centramérica

Nada más llegar la primera vez a Nicaragua, en Masaya, al par de días, empecé a sentirme algo mal. El calor pegajoso, los olores tan fuertes en la calle, todo me hacía sentir mal y me daba náuseas. Sobre todo, el olor que se desprendía de un quiosco de un mejicano que hacía tortillas de maíz, y que me repelían al pasar por delante lo que me ha durado hasta hoy, y que igual que esas borracheras de la adolescencia, ha tenido el efecto de que no he vuelto a comer nunca más tortilla de maíz, ni en Nicaragua ni en ningún otro lugar.

Catedral de San José

Habíamos decidido que la acción que nos iba a dar más visibilidad ante el secuestro de nuestros compañeros por la Contra, era encadenarnos a la Catedral de San José (el grupo que los había secuestrado pertenecía al comando que tenía sus bases en Costa Rica). Para ello había que comprar las cadenas y los candados. El grupo de apoyo en Managua me dio dinero para comprar los materiales, unos 200 US dólares, que en esa época todo era muy barato. La estancia y el hotel nos lo pagábamos cada uno, que ser revolucionario también conlleva (ba) ser honesto. Yo nunca me había encadenado a ninguna parte ni sabia como llevar a cabo acciones subversivas secretas. Habíamos quedado en alojarnos en hoteles diferentes para que nadie nos relacionase ya que sí parecía que estaban sobre aviso las autoridades costarricenses de que se iba a producir alguna acción (no dejaban pasar alemanes en las fronteras terrestres). Como tampoco me habían dado ningún manual de cómo actuar cuando uno va a encadenarse decidí ir a comprar las cadenas en ferreterías diferentes, en cada una 3 o 4 metros y les pedía factura, para luego pasar cuentas con nuestro grupo de apoyo cuando volviéramos. Cuando en la primera ferretería me preguntaron qué a que nombre ponían la factura, empecé a balbucear mientras mi cerebro trabajaba a toda máquina, ya que yo no quería dar mi nombre verdadero así que en ese momento se me ocurrió decir que, a nombre de Alberto Martínez, lo que era fácil de recordar ya que se parece un poco a mi nombre. Y así lo hice en las siguientes ferreterías, quedando por las noches para entregar las cadenas y su respectivo candado a los compañeros mientras esperábamos el momento más propicio de actuar.

Estuvimos unas 2 horas encadenados a las columnas de la catedral con nuestros carteles denunciando el secuestro y las actividades de la Contra, mientras llegaban “ticos” que en vez de interesarse por nuestra acción nos insultaban. Cuando vino la policía, sentimos cierto alivio porque la gente estaba cada vez más agresiva contra nosotros. La policía nos preguntó que quien tenía las llaves de los candados y le dijimos que las habíamos tirado. El más avispado de los polis metió la mano en el bolsillo del primero de los encadenados (que no era yo) y sacó las llaves que entraron perfectamente en la primera cerradura, así que no hubo que cortar ninguna de las cadenas. Ahí ya tuvieron que darse cuenta que éramos aprendices.

No hay que olvidar que los gobiernos europeos fueron cómplices de lo que pasaba en Nicaragua

Nos llevaron detenidos y nos encerraron en una especie de cuartos individuales, no sin antes cachearnos y quitarnos todo lo que llevábamos encima, incluidos dinero y papeles. Cuando me tocó el turno, dos rambos, uno negro y otro blanco, me llevaron al despacho de un comisario que empezó a interrogarme. Sus ayudantes le dieron todas mis pertenencias y después de estudiar mi pasaporte vio que yo estaba ilegal en el país, ya que como yo todavía no estaba muy ducho en viajar, en la frontera, con los nervios, me monté en el primer bus que iba a la capital y se me olvidó sellar la entrada al país. Pero lo peor vino cuando de pronto, después de revisar mis papeles y consultar otros, ¡me pregunta quien es Alberto Martínez! En ese momento, agaché la cabeza y con un hilo de voz, le dije: soy yo. ¿Como que usted? me respondió y volvió a mirar el pasaporte, para cerciorarse. Cuando me volvió a mirar, interrogándome con los ojos, bajando todavía más el hilo de voz si cabe, le dije: bueno, en estas cosas, uno nunca da su nombre verdadero, ¿no? Me miró, después a sus ayudantes, y con lo que me pareció un cierto tono de desprecio les dijo: ¡llévenselo! Un par de compañeros periodistas mientras tanto llamaban a las embajadas de nuestros países y daban nuestros nombres, lo que ayudó a que, al día siguiente, después de una noche algo desagradable en algo parecido a una mazmorra, sin cargos, nos deportaran a Costa Rica.

Con Leticia Herrera y Ronald Paredes

En mi trabajo con las brigadas alemanas que venían a ayudar a Nicaragua, hicimos una entrevista a Leticia Herrera, cuando era jefa de los Comité de Defensa Sandinista en 1986, y quien fue una de las primeras mujeres en ser comandantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) de Nicaragua contra el gobierno dictatorial de Anastasio Somoza entre 1974-1979.

En 1974, fue una de las líderes del "Operativo Diciembre Victorioso", en un asalto a la residencia de José María Castillo Quant, en la capital Managua, donde se tomaron de rehenes a altos funcionarios del gobierno somocista a cambio de la liberación de los presos políticos del FSLN que tenía el gobierno.

Entrevista en el periódico Barricada (ya desaparecido) sobre las donaciones que la ONG con la que trabajaba había hecho en Diriamba.

 


 Fotos: Con amigas de Diriamba en la playa;  Visitando el ingenio azucarero de Malacatoya con enormes pivotes de riego; Tortugas recién pescadas por los lugareños para hacer sopa en Corn Island; Mis compañeros de trabajo me regalaron unas mecedoras en mi cumpleaños

 

martes, 3 de noviembre de 2020

Nicaragua sandinista

 

    Con amigos en la urbanización Casablanca, en el Poris de Abona, Tenerife

Corre 1985 y vuelvo a trabajar en Tenerife en el mismo barco de pesca de la otra vez. Ventajas de ya ser conocido. Pero no es lo mío, es un trabajo muy rudo con gente más ruda aún y así, después de un tiempo, consigo trabajar en una oficina de una urbanización donde viven en su mayoría alemanes. De allí, me voy a La Gomera donde paso unos meses en Valle Gran Rey viviendo y trabajando también con un alemán. Sigo sin hacer fotos. ¿Para qué?

Mis amigos del Finkhof me escriben de que van a ir a Nicaragua, a Masaya, a trabajar en la construcción de un taller de carpintería, donde se enseñará a los jóvenes revolucionarios a formarse un futuro. Nicaragua estaba en uno de los momentos más difíciles de la Revolución Sandinista y había que ir a ayudar. O eso nos parecía a nosotros. Así que no me lo pensé y en enero me fui con Sonia e Irene a la aventura nicaragüense.

Mi primera idea era estar trabajando como voluntario en la construcción del taller durante unos 3 meses y luego comprarme una bicicleta e irme hasta el sur de Chile. Pero poco a poco, el país me fue enamorando, pasaron los 3 meses y Chile y la bicicleta quedaban cada vez más lejos.

La brigada construyendo el taller de carpintería “Tonio Pflaum” (nombre de un brigadista muerto por la contra), en Monimbó, Masaya

Una cosa trajo la otra y me ofrecieron trabajar para una ONG alemana y decidí quedarme. En mayo la contra secuestró a un grupo de alemanes con la finalidad de que los gobiernos europeos no siguieran permitiendo que jóvenes brigadistas fueran a trabajar con la población nicaragüense. En las reuniones que se hicieron entre los alemanes, a los que yo asistía por trabajar con ellos, se decidió asaltar la embajada de Alemania en Managua, a lo que me apunté. Durante 3 días estuvimos un grupo de unos 70 brigadistas encerrados en la embajada, y entre otras cosas, se pudo acceder a todos los intercambios de informaciones entre las embajadas de los países europeos y ver su doble cara, entre lo que decían a la prensa y lo que acordaban entre ellos.

Titular del periódico de La Prensa del 20 de mayo de 1986 con el fin de la ocupación de la embajada alemana

En una acción interna secreta se decidió que un grupo de extranjeros no alemanes fuéramos a Costa Rica para dar a conocer lo que hacia la Contra ya que además se suponía que irían a liberar a los brigadistas secuestrados en ese país y utilizarían ese hecho para hacer propaganda. Fuimos 2 vascos, 3 alemanes con pasaportes de otros países y yo. Después de estar unos días en la capital San José, se decidió que nos encadenáramos a las columnas de la catedral. Yo me encargué de la intendencia, o sea de comprar las cadenas y candados. Nuestra sorpresa fue ver que a la gente de Costa Rica les ofendía que hiciéramos una acción en la catedral, mancillando sus símbolos religiosos, mientras la guerra sucia en Nicaragua les importaba un pimiento. La gente se iba volviendo más agresiva contra nosotros y por ello nos alegramos cuando llego la policía y nos detuvo. Después de interrogarnos de forma individual, nos llevaron a la cárcel y nos metieron a todos juntos en unos calabozos, en los sótanos de una estación de policía, donde curiosamente en las paredes había inscripciones de la contra. Es la única vez que he estado y he dormido en la cárcel y una vez más, no me pareció una experiencia para repetir. Al día siguiente dos policías, tras quitarnos todo lo de valor que teníamos, nos metieron al bus que iba a Nicaragua y nos deportaron a ese país, devolviéndonos nuestros pasaportes en la frontera.

Compartiendo habitación con Jürgen, en un cuartucho del mercado viejo de Diriamba

Durante algo más de 2 años trabaje en Nicaragua, primero en Masaya y después en Diriamba, donde mas tarde vino Tere. Compartíamos con otros alemanes unos habitáculos bastante simples que nos habían dejado en lo que anteriormente fue el mercado y que poco a poco fuimos adecentando. De la guerra solo veíamos los muertos cuando llegaban para las “velas” de las familias. Solo alguna vez, cuando estuvimos en Juigalpa o en Somoto, hubo cerca combates con la contra. Por lo demás, la vida dentro de ese contexto de Revolución y de guerra, era más o menos normal, pero con la falta de muchas cosas que no había y con una cartilla de racionamiento que nos daba derecho a arroz, aceite y un par de cosas mas cada 15 días. Todo y así, éramos unos privilegiados respecto a la población nicaragüense.

En el sentido del reloj: 1. inauguración del parque infantil financiado por una ONG alemana en Diriamba, 2. Reunión para organizar la estancia de unos brigadistas, 3. Navegando por el Lago de Granada 4. Habitación todavía precaria, pero con color.

En junio de 1988, después de 2 años y medio y decidir con Tere que queríamos volver a España, aunque ella más que yo, nos despedimos de esta Nicaragua de la que nos habíamos enamorado.

A lo largo de los años he vuelto muchas veces, a veces a trabajar, a veces a estar con mis amigos, a veces como dicen allí “a pasear”. Me gusta recordar todos esos momentos y me reafirma en mi idea de que, probablemente, ya no volveré, y así poder quedarme con esos recuerdos como si fueran un cuadro más colgado en mi habitación.

Hablando com mi chocoito en el patio de nuestra casa. Uno de nuestros primeros viajes a Corn Island con la pista todavía de tierra.

En las playas del Pacifico de Nicaragua con Tere

jueves, 8 de octubre de 2020

Viajes sin mascarilla - Argelia 1984

 

    El desierto argelino

Nada más acabar COU, con 17 años, empecé a estudiar empresariales. Por la mañana trabajaba, por las tardes iba a la Escuela Universitaria de Estudios Empresariales y por las noches iba a entrenar a baloncesto. Vivía solo en una casa que alquilé en Sabadell y me di cuenta que no podía con todo. Quería hacer muchas cosas en la vida y parecía que las estaba haciendo todas de golpe. Además, la objeción de conciencia también me obligaba a decidirme que hacer. Deje empresariales, deje el banco donde trabajaba y deje el baloncesto. A la mierda todo, tenía que reorganizarme y me fui a Alemania, a recorrer el país, a encontrarme con grupos de objetores de conciencia y a ver la vida de otra manera. En el tiempo que pase en Alemania intuí ya dos cosas que me gustaría hacer, tener contacto con la tierra y viajar.

A la vuelta, después de mi primera peripecia en Canarias, en junio del 82, volví al Banco de Sabadell, de donde había pedido excedencia, para sanear mi economía, pero no aguante mucho y en noviembre del 83 dejé atrás definitivamente esa vida. Probé a trabajar con mi amigo Agustí pintando cerámica, pero no funciono y volví a Vimbodí para finalmente el 16 de marzo del 84, despedirme de mis amigos e irme a lo que pensaba seria mi viaje alrededor del mundo, sin saber que todavía tardaría 25 años en poderlo hacer. Mi primer objetivo era Argelia, sin saber muy bien luego dónde ir, aunque quizás el camino era en realidad mi destino.

Después de mi viaje en bicicleta por España, Francia e Italia con Herman, se me quedo el gusanillo de volver a repetir ya que me parece una de las mejores maneras de viajar; lo suficientemente lento para verlo todo y lo suficientemente rápido para sentir que se avanza.

Se supone que uno siempre aprende de las experiencias así que decidí no volver a pasar frio y por eso decidí ir al sur. Al sur, sur. Mi idea era ir al sur de España, atravesar el Estrecho, ir a Marruecos para luego pasar a Argelia y después descender por el desierto hasta llegar a Níger y de ahí llegar a la costa por alguno de esos pequeños países como Benín o Togo. Un hito en el camino era la legendaria ciudad de Tamanrasset, en pleno desierto argelino, a más de 600 km de cualquier otro punto habitado.

Mirando ahora para atrás, mi plan me parece como mínimo inocente, con la poca información que tenía, con una bicicleta de al menos de cuarta mano y solo una guía de viajeros intrépidos en francés, uno de los pocos libros que se encontraban en esa época sobre estos países para viajeros. Recuerdo que fui a la librería Altair en Barcelona para comprarlo y hable con el responsable de los libros de África, un tipo al que ahora se le llamaría un friqui, que estaba estudiando la arquitectura de las culturas norteafricanas. Curiosamente, ya en Argelia, me lo encontré de casualidad un día por la noche en Ghardaia, y solo me dijo que no durmiera en los jardines porque había serpientes.

A pesar de lo dicho anteriormente sobre la experiencia, volví a salir casi sin dinero, pero con un montón de ilusión por ir al continente con el que tanto había soñado. En la mochila, aparte de un poco de ropa llevaba un montón de ilusiones ilusas, como que cuando se me acabase el dinero me pondría a trabajar y luego seguir el viaje. No era consciente de que iba a países donde por ser blanco automáticamente significa que tienes dinero y el que vayas en bicicleta solo es una señal de tu esnobismo.

De nuevo volví a salir de Vimbodí, rumbo al sur, y en muchos puntos reconocía zonas por las que había pasado con Hermann. En Valencia me pare un par de días para visitar a mis amigos de Salamanca para continuar luego mi viaje hasta llegar a Almería. De ahí pase a Melilla en barco, con unas enormes ganas de entrar ya definitivamente en África. Mi primera experiencia fue en la frontera donde un policía me dijo que no podía entrar a Marruecos por llevar pantalones cortos, lo cual teniendo en cuenta el calor y que iba en bicicleta parece una tontería, pero teniendo en cuenta sus costumbres y el año que era, quizás sea más comprensible. Me toco esperar al cambio de turno y cuando vi que había otro policía, pasé rápido sin que pudiera fijarse mucho y ya estaba en Marruecos.

De ese país tengo recuerdos vagos, como que al pasar por Nador, unas cigüeñas azuladas volaban sobre mí en la carretera. Enseguida pase a Argelia y allí, en esa época, te dejaban entrar, pero te daban un formulario sellado en el que tenías que poner cuánto dinero te habías gastado en el país, lo que tenías que hacer sellar por el banco cuando cambiabas a la moneda local. Este papel te lo pedían al salir. La cantidad mínima que había que gastar era muy superior a lo que yo llevaba, pero pensé que ya me ocuparía de ello a la salida. Seguí camino hasta Oran y luego Alger. Las grandes ciudades no son el mejor lugar cuando vas en bicicleta, no solo por los coches sino porque cuando no tienes dinero no encuentras sitios al aire libre para dormir. Así que salí lo más pronto que pude y puse de nuevo rumbo al sur, hacia el desierto. Aquí si había sitio para dormir¡!!


En todo el viaje casi siempre dormí al aire libre, con solo una fina cubierta de tienda de campaña que dejaba pasar por debajo la arena cuando había viento. En el desierto una noche oí aullar a los chacales y no pegue ojo, pero nunca me paso nada. En la Argelia socialista de esa época no había casi nada que comprar. Las tiendas estaban repletas de productos como por ejemplo latas de sardinas, que venían de algún otro país de su ámbito político, pero en ese caso ese era el único producto disponible.

La gente era muy amable y al verme, me invitaban a su casa y me daban de comer. Me quedaba a dormir con la parte masculina de la familia en alguna de las habitaciones de la casa, echados todos encima de las alfombras y al día siguiente proseguía mi viaje.

En el norte de Marruecos coincidí con un japonés que iba en moto. Tres semanas mas tarde me lo encontré en Ghardaia, donde se le había estropeado una pieza del motor y estaba esperando que le llegara de no sé dónde. El japonés había hecho amistad con una familia del lugar, y me invito a compartir la casa que le prestaron y que tenía un pequeño estanque para regar que utilizábamos como piscina. Hablando no nos entendíamos ni con la familia ni entre nosotros ya que no teníamos ningún idioma en común. Tenía un diccionario japones-árabe, de lo mas surrealista que he visto y que nunca que nunca supe en qué sentido había que leerlo. Después de una semana sin hacer casi nada y viendo que ya no podría arreglar la bicicleta, de la que se habían ido rompiendo varios radios debido al sobrepeso que debía llevar de agua, la acabé vendiendo a la familia de la casa incluso por más dinero del que me había costado.

                        Única foto de todo el viaje hecha por unos soldados argelinos 

Por el camino había ido vendiendo mi ropa para conseguir algo de dinero, por ejemplo, mis viejos jeans, ya que en el país no había y los argelinos estaban dispuestos a pagar por ellos.

Finalmente, con toda mi pena me decidí irme, siguiendo en autostop, renunciando a atravesar el desierto ya que sin dinero parecía una empresa imposible, por las historias que me habían contado de que, si no pagabas a los pocos camioneros que transitaban por esa zona, no te llevaban y te quedabas tirado sin dinero y sin comida. A pesar de ello, un camionero que llevaba un camión cisterna cargado de gasolina me llevo hasta El Golea, donde todavía faltaban nada menos que 2600 km para llegar a las costas de Benín.

Así que en El Golea, totalmente desanimado por mi gran fracaso, me senté en la carretera, al lado de una gasolinera destartalada, sin ni siquiera ganas de hacer auto stop, donde al cabo de un par de horas paro un jeep con matrícula de Barcelona. El conductor, catalán, me pregunto si me llevaba a alguna parte, que el iba a Marruecos, y sin muchas más posibilidades de elegir me fui con él. Podía llevarme hasta Barcelona, pero yo había salido para no volver, por lo menos no tan pronto, así que fui con el hasta Marruecos, donde yo seguí camino hacia la costa y el regresó a España.


Después de deambular por Marrakech, llegué a Casablanca, donde pasé un par de días. Era el momento de decidir qué hacer, así que pensé que iba seguir al sur. Me encontré con un alemán, con el que compartí viaje pasando por las ciudades de la costa, viajando en jeep para llegar a Tan Tan, donde había enormes bandadas de flamencos rosados. Llegamos a El Aaiún donde estuvimos cerca de una semana, buscando como ir a Canarias en barco.  No encontramos nada y finalmente, pidiendo dinero a mi hermano, pude comprarme un billete de avión que me llevo a Gran Canaria. Durante esos días, jugaba al baloncesto con unos chicos de allá y por puro aburrimiento con el alemán nos fuimos a una peluquería a raparnos al cero, con lo que, al llegar a Gran Canaria, enseguida nos paró un policía ya que parecíamos salidos de una secta.


Casi 3 meses después de haber salido de Vimbodí, mi primer gran viaje acabo en las Islas Canarias a las que por una u otra razón he seguido ligado hasta ahora. Pero esas ya son otras historias.


Mi destino final, Los Cristianos, en Tenerife, que en ese año tenia todavía algunas de las casas de los 60 y ya también algunas del 2000


sábado, 29 de agosto de 2020

Togo: punto y final

 


Sentado delante del ordenador podría estar en mi casa o en la China, pero la voz monótona del muecín, me recuerda que vuelvo a estar en un país esto hace parte de la normalidad, un país lleno de colores, contrastes, olores y caótico, donde he vuelto para cerrar lo que empecé.

Después de mi llegada he estado confinado en la casa que comparto en Lome, pero solo un día hasta que me han dado el resultado negativo del mini test que me hicieron al llegar.


Mientras espero me paso el día saboreando la hamaca y oyendo el ruido de las olas rompiendo en la costa, a solo unos cuantos metros de la casa (según Google Maps está a 740 metros, pero su estruendo se oye perfectamente, por lo que se entiende que nadie se bañe ahi).


La casa en Lome es compartida con unos amigos que llegan unos días más tarde, pero sin equipaje, que se ha quedado entre Bruselas y Costa de Marfil. Traían varios quesos franceses, de los que tienen bacterias y están vivos y les han dicho que llegaran con el siguiente vuelo en 1 semana.


Como no tengo gran cosa que hacer me voy caminando a la frontera con Ghana, que tiene una verja de alambre apedazada por donde por la noche se cuela la gente sin pasaporte. Aquí no es obligatorio el uso de mascarilla en la calle, solo en espacios cerrados aunque no muchos cumplen la norma. Con solo poco mas de 1000 positivos en el país y 27 muertos, la gente le ha perdido el miedo al corona. Ademas, ellos siempre se han muerto de cualquier cosa y esto del coronavirus les parece como un mal chiste de los blancos.


En Lome disfruto de mi comida favorita en un tugurio bastante popular, el Big Metro, donde ya no tengo que pedir, porque saben que siempre pido lo mismo, Riz au gras.

Y por fin regreso a Kpalimé, donde me alegro de volver a mi casa y encontrar mis cuatro cosas y cacharros viejos, mi jardín y a la gente que conozco. Con el Covid todo es diferente y aquí nada ha cambiado. Como la gente aquí no viaja en avión ni pasan sus vacaciones en Canarias, nada de esto les afecta y lo único que les preocupa es que aun siendo periodo de lluvias no esta cayendo ninguna gota, lo que no les deja sembrar el segundo cultivo del año.

En mi cuarto, por la noche enciendo la luz y el gecko, al que no veía desde hace más de 4 meses, viene corriendo a comerse todos los insectos por fuera de la mosquitera vienen atraídos por la luz. No sé de qué habrá sobrevivido, pero de momento el sustento lo tiene asegurado.

En el matadero hay 3 vacas esperando su suerte, que ya esta echada. A mí siempre me parece que carne poca hay, que todo son piel, huesos y cuernos, pero algo le deben sacar.

 


Como vendí mi moto pensando que no iba a volver, me contento con ir al trabajo en la bicicleta que tengo en casa, lo cual espero me sirva además para reducir el par de kilos que aumente en el confinamiento. Los pinchazos están a la orden del día y no me preocupa encontrar donde arreglarlos, en cualquier lugar a lo largo de la carretera, sino que lo hagan bien y que el arreglo me dure. ¡ Por lo menos hasta final de septiembre en que la bicicleta, mi casa y otra partecita de mi se quedaran para siempre atrás en este paisito.

 

Comprando telas en el mercado


jueves, 13 de agosto de 2020

Serie sin mascarilla: los locos años 80

 



Intento recordar mis primeros viajes mientras en mi mente bailan las imágenes, los viajes y las fechas, agravado porque pasaba en esa época de hacer fotos. Pero poco a poco he ido reconstruyendo las historias como si de un puzzle se tratara





Después del viaje en bicicleta con Hermann a Italia, tocaba trabajar para tener algo de dinero para el siguiente. Para ello hice de todo trabajando en el campo como jornalero, desde desherbar a mano campos de cebollas hasta recoger avellanas. También trabajé limpiando cunetas para el ayuntamiento, de ayudante de albañil, y en invierno, con el Armengol y el Esteve hacíamos interminables jornadas de 12 horas en un molino de aceitunas, aunque ese era el trabajo mejor pagado, quizás porque nadie lo quería hacer. Entre tanto, mis pequeños viajes consistían en ir a ver mi novia cerca de Hospitalet del Infant, a unos 80 km de Vimbodi, lo que hacía alegremente en bicicleta, o en ir a la Bretaña francesa, en autostop, para visitar a Dominique, una chica que había conocido cuando estuve en Alemania.


Y fue allí, en Francia, donde me pillo el 23-F, de lo cual en ese momento me alegre ya que si hubiera acabado como querían, no hubiera sido agradable para mí como objetor de conciencia estar en España. De ese viaje a Francia llegue justo para la boda de mi hermano, donde me disfrazaron con un traje prestado, por lo que no he vuelto a repetir la experiencia y desde entonces no asisto ni a bodas ni bautizos.



Al año siguiente, como en septiembre u octubre, fui a Salamanca, para desde allí irme con mis amigos a Canarias. Manolo llevaba su furgoneta y Concha y yo fuimos escondidos dentro al entrar al barco. Esta era una manera de viajar que no había probado todavía, de polizonte, y que no he vuelto a repetir. ¡Se pasan demasiados nervios!

Nuestro destino era la isla de La Gomera, donde había una casa en Vallehermoso, que otros amigos habían alquilado pero que por alguna razón desconocida ya no les cobraban el alquiler. Así que como si fuéramos okupas, otra cosa que no he vuelto a repetir, nos fuimos a vivir allí. Después de un par de meses de no hacer nada, de recorrer la isla en vespa y de comer mucho arroz con leche fermentada y latas caducadas, regresamos a Tenerife a buscar trabajo ya que el dinero se había acabado.

Los primeros días dormía en la playa de donde me levantaba por las mañanas con los oídos llenos de arena. Por suerte, al poco tiempo conseguí trabajo en el Lajares, un barco de pesca de una familia de Los Abrigitos, que por alguna extraña razón me acogieron e incluso, en vez de dejarme dormir en el barco, como yo había pedido, me llevaron a dormir a su casa, donde se desayunaban sardinas fritas todos los días y así me acostumbré poco a poco a comer pescado. Durante el día dormía y paseaba por el puerto, mientras por la noche, trabajaba como pescador, que es una vida muy dura y no tiene nada de romántico.

En Los Cristianos, con Djarra, un senegales de un barco de pesca vecino

Al cabo de un par de meses, una vez comprobado de forma definitiva que la vida de pescador no se parecía en nada a lo que relataba Hemingway, decidí esperar al final de la luna para cobrar la parte que me correspondía de la pesca y que, aunque me pareció poco, era suficiente para comprar un billete de avión y regresar a Barcelona. En la pesca, lo pescado se divide en partes, según tu rango en el barco que en mi caso era más bien bajo. Si tomas la parte que te toca, la puedes vender por los pueblos como hacían algunos pero que para mí no era posible, entre otras cosas por no tener coche. Además, tampoco me veía yo voceando lo de pescado fresco. Lo que no se llevaban los marineros, el dueño del barco lo vendía al por mayor en la lonja de Santa Cruz, para hacer conservas, con lo que el precio era muy bajo, fluctuaba cada día y tu no sabias ni los kilos que te correspondían ni el precio al que se había pagado. Tampoco creo que los del barco hicieran muchas cuentas y supongo que al final me pagaron a ojo.

Cuando ya estaba decidido a volver a Barcelona, vi amarrado en el muelle un pequeño velero, de 8 metros de eslora, de nombre “écume de mer” (espuma del mar) con un cartel diciendo que necesitaba un acompañante para ir a Marsella. No tarde nada en pensármelo, por lo que después de ultimar los detalles con el francés dueño del velero, quedamos en salir al día siguiente. 

Cuando me subí por primera vez a aquel pequeño velero, no me imaginaba que me las tendría que ver con piratas, como en esos libros que había devorado de pequeño.

Ver entrada de blog del sábado, 18 de agosto de 2018).




El viaje fue una mezcla de pasar miedo cuando tuvimos tormentas en alta mar, de aventura y de vivir momentos increíbles como un día sin viento con los delfines jugando con el barco. Pesqué mi primer y único bonito después de días de estar probando con un hilo a remolque y pasé duras noches de guardia con cambios cada 3 horas, mientras el piloto automático nos llevaba al rumbo establecido.

 







Madeira


Como el tiempo y el viento estaba en nuestra contra, recalamos en Madeira, donde pasamos un par de días, para luego con el cambio de viento irnos hacia Marruecos, para recorrer su costa en paralelo.

Llegamos a Tánger con la batería agotada y por lo tanto sin motor para maniobrar, por lo que entramos a vela, lo que según los entendidos no es nada fácil, pero lo conseguimos sin romper nada.


Como mi anterior pasaporte se me había caducado hacía tiempo y no lo había podido renovar por ser objetor de conciencia y no haber hecho el servicio militar, probé con mi cartilla de marinero, que había sacado en Tenerife y me dejaron entrar en Tánger sellándolo como si fuera un pasaporte.


 

Seguimos rumbo a Gibraltar donde no tuve tanta suerte y no me dejaron pasar del muelle con mi cartilla así que me tuve que contentar con pasearme por el puerto. De nuevo salimos hacia el norte y cuando llegamos a Alicante yo ya estaba harto del barco, de la mar y del francés, así que decidí seguir hasta Tarragona en tren. Solo tenía unas pocas monedas y compre un billete de tren hasta la estación adonde me llegaba con ese importe. El tren iba parando en todas las estaciones mientras yo, hecho un manojo de nervios, iba temiendo que el revisor pasara y me echara del tren y no creyera la historia que había pensado contarle de que me había quedado dormido y me había pasado de parada. Finalmente, llegamos de madrugada a Tarragona sin que el revisor hubiera pasado y volví a hacerme la promesa de que nunca más viajaría sin billete en tren. Tenía frío, hambre y eran las 7 de la mañana, cuando me acorde que hacía algún tiempo había tenido cuenta en un banco de esta ciudad. Esperé a las 8 a que abrieran y fui a ver si había dejado algo de dinero en la cuenta, algo que dudaba, pero para mi sorpresa, me habían ingresado los intereses (si, era la época en que los bancos incluso pagaban intereses ¡) que correspondían al saldo que había tenido el año anterior, así que me dio para irme a desayunar.


En Vallehermoso, La Gomera, con Concha y Dario

 

Próximo destino: Vuelta a Togo con mascarilla