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domingo, 27 de julio de 2014

Xela



Quetzaltenango

Y va otro fin de semana en que aproveché esta vez para irme junto con mi colega de trabajo, Neftalí, en bus a Quetzaltenango, también llamada Xela, a unos 200 km al oeste de Guatemala. Llegamos de noche, yo me fui al hotel a dormir después de la paliza de bus desde la capital y aproveché que en esta ciudad por su altitud (2367 msnm) hace frio y que uno tiene que dormir con mantas.

Valle de Almolonga

Al día siguiente sábado aproveché para ir en uno de los buses locales a Almolonga, una de las primeras ciudades donde se asentaron los españoles y que se considera la huerta de Guatemala (pomposamente también dicen de Centroamérica aunque no hay para tanto). Desde lejos la belleza de esas huertas tan bien cuidadas es impresionante, de cerca, viendo el uso tan intensivo que hacen del suelo, la inexistencia de curvas de nivel, los surcos a favor de la pendiente, la deforestación rampante y sobre todo la contaminación de las aguas con las que riegan te vuelven a la realidad. Pero estoy seguro que me gustaría más trabajar aquí con esta gente indígena tan laboriosa que con los mestizos pistoleros con los que me muevo en la zona donde estoy.
Mujeres indígenas frente al cementerio

Por la noche Neftalí, su mujer y una amiga me vinieron a buscar para ir a bailar. En Jinotega iba todos los jueves, aquí en Guatemala me puedo sentir contento si voy cada 3 meses, pero lo importante es que me lo pasé bien.
Compartiendo tortilla española con colegas de trabajo en casa

Al día siguiente volví a recorrer las zonas agrícolas de los alrededores, las casas coloniales del centro, di una vuelta turística con unos turistas canadienses y con guía en un tranvía reconvertido y poco más, para ir a adormir temprano y salir al día siguiente a las 4 de la mañana para llegar a la reunión que tenía ya concertada a las 8 de la mañana en la capital.






Y aquí va otra historia que escribí, esta vez en Nicaragua, entre la realidad y la ficción.
Maldito celular
Sergio es un gordo de Masaya, de oficio electricista. Aprendió este peque en los años de la revolución, con un grupo de alemanes que tenían un proyecto de algo de solidaridad y en el que se graduó después de 2 años de estudio y de realizar algunas prácticas. Todavía era “chavalo” y le gustaba eso de andar con los “cheles”, pero sobre todo las chelas, tan bonitas, aunque no le gustaba el que no se depilaban las piernas y los sobacos.
El otro día Sergio fue a comer carne asada a la placita de Monimbó, ahí donde Doña Ena. Ya se le estaba haciendo la boca agua y alargaba la mano para coger la comida, gallo pinto y carne asada envuelta en una hoja de banano, cuando sintió como un tironcito en el cinturón. Se “volteó a ver” pensando que era uno de sus amigos que lo andaba “fregando”. Entrecerró los ojos, maldita sea, otra vez se dejó las gafas en casa, y es que no le gustaba que la Gabriela lo viera con lentes, dice que lo hacen más viejo, y fijándose bien, vio a alguien, no lo reconocía, que se alejaba despacito, sin voltearse, con algo entre los dedos. Su mano, todavía extendida esperando la comida voló a su estuche del “celular” y sí, le faltaba el “chunche“, que aunque no andaba “minutos”, igual le servía por si la Gabriela le mandaba un mensajito y le decía: “andá, veníven” y él ya no hallaba como ir a su casa, ducharse rápido, ponerse su desodorante para oler bien y andar a “jalar” con su novia, y queriendo agarrarle la mano y más, que ella a veces no se deja. Pero el tipo se alejaba y parecía como que miraba de reojo. Cuando vio que el gordo se ponía en movimiento hacia él, la misma mano que quería tomar la comida, que notó que faltaba el celular, “ahorita” estaba levantada y señalándolo, empezó a correr y el gordo sin querer gritar porque necesitaba todo el aire que le daban sus pulmones para correr, la mano todavía levantada, tomando velocidad, pero ay, esa jodida piedra, quien la puso ahí, el gordo veía como el suelo se acercaba hasta que se dio el gran pencazo. Abrió los ojos mientras el dolor le bajaba de la boca y lo sintió en la punta de los dedos de los pies y luego volvió a subir, más rápido de lo que corría el ladrón y le golpeó el cerebro como si fuera un martillo, y la sangre le empezaba a llenar la boca. Ya la gente formaba un “molote”, que si andaba picado, que si era epiléptico, pero nadie vio lo que le había pasado. Sergio quería hablar pero no podía, la lengua era como una esponja que según se empapaba de sangre se iba haciendo más y más grande.
Sergio perdió como 40 “libras”, dice que por andar tomando comida con pajita, que casi se le partió la lengua, le quedó sólo agarrada por un “tuquito” y que el médico le dijo que la lengua no le iba a quedar muy bien pero que lo dientes los tenía perfectos,  ¡qué clase de mordida, esa¡ le dijo. Primero le cosió una doctora, pero se le infectó y lo tuvieron que volver a quitar el hilo y le cosieron de nuevo, que era por eso que llevaba 3 semanas sin comer su carne asada, ni tortilla, ni esos mangos cuyo jugo le resbalaba por el pecho. Sólo frescos y comida molida.

Ya su Gabriela no lo llama, dice que lo anduvo llamando pero que él no le contestaba, ¡idiay! como le voy a contestar si estaba en el hospital, que si no llegó, pero como iba a llegar “mija” si no podía ni hablar con la lengua partida en dos, bueno que no llegue más, que hay otro muchacho en el barrio con el que está jalando, que a ella no le gusta estar sola. Sergio ya no es el que era, no sólo está más delgado sino que el ladrón, además de la lengua, le quebró el corazón.
Y aquí el cumpleaños


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