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sábado, 18 de agosto de 2018

Piratas

Llegando a Valle Gran Rey desde Vallehermoso

Y vuelvo al pasado. En 1981 me fui con mi amigo Manolo de Salamanca y con su novia Concha a Canarias. Íbamos en su furgoneta y en el barco desde Cádiz a Tenerife, Concha y yo fuimos de polizontes. Vamos con destino a La Gomera, a Vallehermoso, a vivir a una casa en la no se paga alquiler. Ahora me parece una tontería, pero en aquel momento aquello era pura aventura.

Después de un par de meses de no hacer nada, de recorrer la isla en vespa y de comer mucho arroz con leche fermentada y latas caducadas, regresamos a Tenerife. Yo me embarqué en un pesquero para ganar algo de dinero, ya que no tenía absolutamente nada. Los primeros días duermo en la playa y me levanto por la mañana con los oídos llenos de arena. Allí me hago amigo de Djarra, un senegalés que trabaja en otro barco de pesca. 
Por las noches salgo a pescar en el Lajares, un barco de una familia del pueblo de Los Abrigitos, adonde me voy a vivir con ellos cuando ya me conocen un poco más y ven que soy buena gente. Durante el día duermo y paseo por el puerto, mientras por la noche, la vida de pescador es muy dura y no tiene nada de romántico.
Con Djarra en el puerto de Los Crisitianos
Al cabo de dos meses decido volver a la península y lo hago en un velero, de sólo 8 metros de eslora, de nombre “écume de mer” en el que su dueño, un francés, y yo, tardamos un mes en llegar a Alicante, donde me bajo, con ganas de volver a tierra firme.
Cuando me subí por primera vez a aquel pequeño velero, no me imaginaba que me las tendría que ver con piratas, como en esos libros que había devorado de pequeño. Salimos del puerto de Los Cristianos, donde no se movía ni un soplo de aire, los barcos estaban quietos y ni se oía el golpear de los cables de acero contra el palo mayor. El “écume de mer” llevaba un par de días amarrado al muelle pero no me había fijado en el letrero que decía que buscaba un “equipier” para ir a Francia.

El viaje fue una mezcla de pasar miedo cuando tuvimos tormentas en alta mar, de aventura y de vivir momentos increíbles como un día sin viento con los delfines jugando con el barco. Pesqué mi primer bonito después de días de estar probando con un hilo a remolque durante días y pasé duras guardias de 3 horas por la noche, mientras el piloto automático nos llevaba al rumbo establecido.
Mi bonito, pescado frente a las costas de Madeira
Como el tiempo y el viento estaba en nuestra contra, recalamos en Madeira, donde pasamos un par de días, para luego irnos hacia Marruecos y recorrer su costa en paralelo. En ese navegar, mientras yo estaba de guardia con un frio tremendo ya que era febrero, intercambiaba ratos estando en el camarote con ratos fuera, por si había algún barco cerca. Cada 15 minutos salía a echar un vistazo y dentro me ponía a escribir. De pronto sentí algo en el estómago y como me sentía nervioso, salí antes de los 15 minutos y allí estaba, un barco pesquero unas diez veces más grande que el nuestro, con la proa de acero y viniendo a toda máquina hacia nosotros. Sólo me dio tiempo a ponerme a gritarle al francés y a coger el timón para maniobrarlo a mano. Por suerte el francés era rápido de reflejos y salió disparado del camarote y supo encarar nuestro pequeño velero al pesquero, para en el último momento, dado nuestra mayor maniobrabilidad, esquivarlo. A bordo del pesquero, a pesar de lo cerca que pasaba de nosotros no veíamos a nadie, como si fuera un barco fantasma. Pero sus luces estaban encendidas y al poco volvió a girar para dirigirse a toda máquina hacia nosotros. Repetimos la maniobra varias veces, siempre esquivándolo a él y otros dos barcos que vinieron después, cuando el ya abandonó, los que repitieron el mismo juego con nosotros. Al fin, entre nuestra vela desplegada al máximo y el motor en marcha conseguimos, yéndonos mar afuera, alejarnos poco a poco y acabar con esa pesadilla. En esas horas pensé que íbamos a morir y que no teníamos ni como defendernos. Cuando paramos en Casablanca a los dos días, comentando con gente de otros barcos, nos dijeron que esto solía ser habitual en la zona, y que, si veían que el velero no disponía de radio, como era nuestro caso, intentaban abrirte una vía de agua, lo que les daba tiempo a robarte todo lo que podían encontrar, y luego te dejaban a la deriva.


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