Atauro
Desde el principio habíamos planificado con Nagore y compañía ir el fin de
semana largo del primero de mayo a la isla de Atauro que está enfrente de Dili,
a unos 30 km. La isla tiene 104 km2 y unos 10.000 habitantes. Nos
quedamos en unas cabañas que se llaman Eco Lodge, un proyecto fundado por una
australiana junto con una comunidad de esta isla hace años y que ahora
gestionan de forma comunitaria. El sitio es precioso, enfrente de la playa y con
algunas cabañas de tipo elevado como la que me tocó compartir con Celso. El día
era estupendo, el aire limpio, las aguas transparentes y la explosión de
corales cerca de la costa, increíble. Siempre he preferido ver peces a ver
corales pero la verdad es que los colores de los estos, todo los diferentes
tonos de verde, me dejan pasmado. Si hubiera un proyecto en esta isla donde
trabajar creo que me apuntaría y no lo contaría como si fuera trabajo. O por lo
menos esa es la impresión que tengo desde que llegué y que no se me quita en
los dos días que paso aquí.
Costa de Atauro |
Mis colegas se pasan el día dormitando o leyendo y yo aprovecho para hacer
snorkel, que es a lo que he venido. Luego, por la tarde nos vamos a pasear,
vemos jugar a niños al futbol, vamos a cenar, en fin, haciendo el vago. La
gente es muy amable y desde los niños hasta los ancianos te saludan por la
calle diciendo en portugués “Boa tarde” aunque sean las 10 de la mañana. Otros
se ponen a gritar “malae, malae”, que es como nos llaman a los extranjeros
aquí. En las calles y en el Eco Lodge está lleno de árboles nim lo que ya me
pareció ver desde el barco pero no quise decir nada hasta asegurarme. Me siguen
persiguiendo los nim, pero en el buen sentido, ya que cuando los tengo cerca me
vuelvo a sentir casi inmortal.
Cuando a los dos días volvemos en barco hacia Dili nos salieron a despedir una
manada de al menos 100 delfines que estuvieron haciendo algunas cabriolas, entre
los que había uno que se puso enfrente del resto y al saltar fuera del agua
hacía tirabuzones.
Playa y Timor al fondo |
Jaco
Otro fin de semana planifico ir a la isla de Jaco, en la punta más oriental
de la isla de Timor, adonde me llevará Advento, con la moto del proyecto en el
que trabaja. Tardamos más de lo previsto ya que pinchamos la rueda trasera y
hubo que repararla en casa de un señor que se prestó a ayudarnos. Invité a
Advento a comer y luego a ir a la isla de Jaco donde los pescadores te llevan y
traen por 6 dólares. Esta isla está deshabitada y al estar protegida no se
puede acampar en ella, sólo pasar el día, siendo aquí donde se escondió el
actual primer ministro del país durante la guerra con los indonesios.
Mientras los pescadores se dedican a la pesca o vuelven a tierra firme, o
mejor dicho, a la isla grande, tú puedes nadar por allá o recorrer su costa.
Cuando quieres volver tienes que agitar tu camisa como si fueras un naufrago y
te vienen a buscar y es que no debe haber más de 500 metros entre ambas
orillas. Las corrientes en ese espacio tan estrecho son muy fuertes y si vas
hacia una punta de la isla y te dejas llevar a favor de la corriente, ésta te
transporta hasta la otra punta mientras observas los peces. Mientras me dejaba
arrastrar por el agua me quedaba otra vez con la boca abierta de lo bonito que pueden
ser los fondos aquí y debo reconocer que mucho más en cuanto a corales y peces
de colores que los de Corn Island. Hay unos corales enormes, tipo seta, luego
están los verdes maravillosos, muchos peces y una especie de pez globo, con la
cabeza muy grande y de más de 1 m de largo. En un correo que me mandan desde La
Gomera me cuentan que una viajera inglesa describió ya en 1912 los colores que
se observan en los corales de Timor como "unos verdes que solo se encuentran en la caja de acuarelas de un niño”.
De vez en cuando sacaba la cabeza del agua asustado, para ubicar donde estaba
la orilla, pensando que me había emborrachado de tanta belleza y que sin darme
cuenta la corriente me arrastraba mar adentro. Estos choques de adrenalina deben
ser hasta buenos para el corazón.
El dueño del hotelito donde me quedo, Hipólito, ha venido con la camioneta
que tiene asignada en su trabajo como director de la agencia del Ministerio de
Agricultura en Los Palos. Solo así se entiende que vaya con ella por estos caminos,
brincando como una cabra. Y es que ya sabemos que lo que no cuesta no duele. A
mí me viene bien porque así me puedo ir con él y no me cobra nada ya que la
camioneta es un vehículo oficial, según el mismo me dijo.
Cuando me despierto el domingo por la mañana, pienso que ya tengo otro
sitio para añadir a mi lista de lugares a los que quiero volver acompañado para
poder compartir tanta belleza. Para contrarrestar lo anterior, os cuento que a
media mañana la gente del hotel ha conseguido matar la rata que he oído durante
la noche. La han arponeado cual si fuera un pez terrestre pero no he querido
mirar cuando han salido con el trofeo.
Antes de irme vuelvo a recorrerme varias veces la costa dejándome arrastrar
por la corriente, mientras miro los colores del coral y de los peces que hacen
palidecer a los del arco iris. Voy pasando por todos los matices y no sabes
dónde mirar, desde al pez payaso, escondido en una planta acuática blanca como
la nieve, hasta cientos de peces azules que te envuelven, o los pececitos azul
metálico revoloteando entre los corales. Es como ver unos fuegos artificiales
con destellos aquí y allá sin parar. Algunos peces salen hechos una furia de su
madriguera para ahuyentar a intrusos de su misma especie, en un juego que no
parece tener fin. El fondo es como un
paisaje lunar que capta los rayos del sol y los devuelve en reflejos dorados.
Hay setas gigantes, bivalvos de colores escandalosos, estrellas de mar, azules
y de brazos elegantes, peces con cuernos y otros con trompeta, con aletas
laterales y otros dorsales, con falsos ojos, del color de las rocas y de color amarillo
intenso pintados con rayas de colores, como si se prepararan para ir a la
guerra. La corriente me sigue arrastrando y así sin moverme, yendo a la deriva,
pasa esta película a la velocidad del mar. Algunos peces me envuelven, otro se
esconden nada mas atisbarme y otros mantienen una distancia suficiente para
escapar. Poco antes de salir definitivamente del agua se cruza en mi camino una
tortuga, que sigue su curso sin hacerme ni caso, nadando elegantemente y sin
que la pueda seguir. Me emociona tanta suerte y tanta belleza. Cuando salgo a
la orilla veo a los pescadores que han vuelto y que traen bonitos y hasta una
barracuda enorme. Como trofeo tienen colgado de un árbol la aleta de un
tiburón, señal de aquí los hay.
El domingo a la 1 del mediodía, después de comer, a todos les entra la
prisa por irse. Los pescadores vienen corriendo y se suben a la camioneta en un
barullo de pescados, mochilas y garrafas. Por el camino los iremos dejando en
sus casas y cada uno, dado el desorden existente, no encuentra su garrafa, su
mochila o incluso su pescado, pero al final, todo se aclara. Seguro que deben
repetir este mismo guirigay cada semana. El camino está muy mal y gracias al peso
de los 7 pescadores y el mío en la tina de la camioneta, ésta tiene agarre en
las ruedas traseras. Tardamos casi 1 hora en hacer los 8 kilómetros de subida y
otra hora hasta llegar a la escuela en Fuiloro.
Ballena en el camino |
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